12.7.13

Delay de viernes


La bombilla de la entrada se había fundido otra vez, pensé en cambiarla después de la reunión. Acomodé los cojines de la sala y revisé que la cafetera estuviera prendida. Timbraron. El primero en llegar fue N., un tipo de brazos gruesos y barba tupida, que a pesar de su corta estatura parecía que caminaba a zancadas. Lo saludé afectuosamente con apretón de manos prolongado, al soltar preguntó por Julieta —Está con Cristina entregando el apartamento de un cliente— le dije sonriendo. 

K., con su cara larga y manos huesudas llegó a diez minutos más tarde. K. es el tipo que nos convoca. Él se percató de los viajes y nos encontró, nunca ha querido decir cómo, pero nos encontró. K. era el único que podía controlar sus viajes, para el resto era cosa de epifanía, de darnos cuenta cuando ya era muy tarde. Nos reunimos en la sala de mi casa y nos contamos los viajes de cada uno. Esta vez decidimos iniciar sin F., que igual nunca llegaba a tiempo.

—¿Noticias?— quise empezar.

—Esta semana tuve dos viajes— susurró N. sin cambiar de expresión —uno cada tanto me lo aguanto, pero dos me alborotan la paranoia.

Debí mirar a K. con asombro porque intervino de inmediato —fresco hermano— dijo queriendo calmarlo —que aquí el loco soy yo.

Serví el café mientras N. narraba los dos episodios, siempre se daba cuenta en la mañana, saliendo de su casa; N. memorizaba cada detalle con precisión sobrehumana, qué tenia puesto, los pasos desde la puerta de la casa hasta la  parada del bus, si había saludado a la señora del 302 en la salida o si el viejo en sudadera estaba paseando su perro más temprano que de costumbre. El lunes se dio cuenta porque la ruta AQ8 pasó sobre un charco y lavó a una niña que debía ir camino al colegio.  —Déjà vu— dijo N. —quise que fuera un déjà vu, pero el resto del día, ya saben, fue igual.

Del viaje del miércoles se dio cuenta porque había gastado el último huevo en su nevera el día anterior y esa mañana lo esperaba el mismo huevo solitario cuando abrió la puerta en busca de desayuno.

—Quiero que los viajes sean útiles, si no, es pasar más días en la oficina y reescribir correos que ya envié— dijo con su quejadera acostumbrada.

–Con el tiempo— confirmó K. presidiendo la sesión de grupo.

Las llaves de Julieta hicieron el estruendo cotidiano mientras abría la puerta, venía un poco ebria, estaban celebrando, de suerte era viernes, me clavó un beso entre una carcajada y le presentó los muchachos a Cristina —¿tenemos vino?— preguntó —dos botellas, creo— respondí señalando el estante. Me dio otro beso y susurró que habían cerrado un nuevo negocio. Le pidió a Cristina que le sirviera una copa mientras iba y dejaba sus cosas en el cuarto. Cristina estaba radiante, tenía cara de haber pescado a su primer cliente. Cuando Julieta volvió, las dos se quedaron en la barra de la cocina, entregándose al vino, la noche iba a ser corta para todo lo que querían celebrar.

Me reintegré a la reunión y los afronté —yo… yo…– dije con dificultad —yo no viajo desde hace tres meses.

K. me miró desde el sillón buscando una pista de mentira, fingió preocupación y puso su mano huesuda sobre mi hombro. Antes de que desempolvara una de sus frases de cajón llamaron a la puerta.

Julieta saludó a F. con euforia, se veía cansado, arrastraba los pies y temblaba de los nervios, le sonrió a Cristina con nerviosismo y siguió hasta la sala para reunirse con nosotros. N. y yo estábamos sentados en el sofá blanco de tres puestos que da la espalda hacia la cocina y mira hacia e el balcón. K. estaba sentado a mi derecha en el sillón verde. F. se sentó en la silla a la izquierda de N., para quedar de frente a K. Le clavó la mirada con asco y se quedó ahí, mudo.

—Les estaba contando que hace mucho no viajo— continué para que F. supiera en qué iba la sesión. No quiso mirarme, tampoco parpadeaba. Final mente respondió —sí— lo dijo muy lento y sin quitarle la mirada a K.— y en un rato K. dirá que es porque usted está echando raíces en este tiempo, que no tiene nada en contra de Julieta, pero que ella lo está anclando. Julieta y Cristina que seguían en la cocina dejaron de hablar, todos quedamos en silencio.

—¡Ay cállese, imbécil!— escupió K. y remató con una carcajada. 

F. siguió mirando a K. con odio, no subió la voz, masticó cada palabra.

—Este idiota nos controla y se cree Dios – replicó F. amenazante.

N. me miró, el silencio llenaba toda la sala. El ruido de la calle inundó el apartamento, arrastrándose de a poco desde el balcón; éramos seis personas en el mismo espacio, nadie se movía, escasamente respirábamos.

Con tranquilidad, F. desenfundó el arma que escondía en la chaqueta y le apuntó a K. directo a la frente —deje la pistola sobre la mesa— ordenó con tono autoritario —esta vez el muerto va a ser otro. 

—La policía no va a ayudar.— dijo F. leyéndome la mente, lo dijo en un tono más alto para que  Julieta alcanzara a oír la amenaza desde la cocina —y quietos, que igual esto acaba rápido.

K. alargó la boca con desprecio y para asombro de todos de su espalda sacó un revolver corto y lo dejó sobre la mesa —¿feliz?— preguntó —díganos que no vuelve y listo— enfatizó K. manoteando —esta vez no voy a hacer nada— concluyó sereno, se echó sobre el sillón y sonrió. 

Los demás seguíamos quietos, nadie pronunciaba una palabra.

K. se reincorporó y se inclinó apoyando los codos sobre las rodillas y con la risa burlona que lo caracterizaba, apoyó la frente sobre el cañón —¿Sabe qué?— dijo mirando a F. a los ojos —hágale… pero primero cuénteles cómo se llama la periodista que quiere publicarle la historia.

Por instinto salté hacia atrás, por encima del espaldar del sofá blanco y a gatas intenté ir a la cocina para proteger a Julieta. Ella estaba con Cristina acurrucada detrás de la barra, estiró la mano y cuando nuestros ojos se conectaron oímos los tres disparos, y los gritos de Cristina, y el sonido que hizo K. mientras se ahogaba.

–¿Estás bien mi amor?

–Sí.—

–¿Cristina?—

–Sí.—

La investigación de la policía no llevó a ningún lado, encontraron dos muertos en la sala porque yo llamé a que vinieran por ellos. Según N., K. sacó otra arma que guardaba en el tobillo y le disparó a F. en el pie. De ahí cada uno disparó una vez más. 

Al principio no nos creyeron, pero la única conexión que tenían los dos muertos con nosotros eran las reuniones de cada tanto… oficialmente, nada más que eso, no sabíamos ni siquiera sus nombres reales. 

De N. no volví a saber nunca, pero seguro regresó a su rutina de papeleos y correos repetidos.

Yo ya no viajo, ya no quiero, amanezco junto a Julieta y respiro tranquilo. Ese sábado desperté en sábado y es lo único que me importa.

2.7.13

No sabemos quienes son (Al sur de Finisterre - Capítulo I) [Borrador]

Para llegar al final hay que empezar en algún momento.

Suelta las cartas, tu turno, un dos negro, un as, no sirve, pero no importa, falta una jota bajo el mantel. No se han dado cuenta. Le toca a Alfredo, saca el comodín que le queda y listo. Gustavo se enfurece, hace mucho no gana un peso en las tardes que se reúnen a jugar viuda. “El club de los viudos” se dicen en chiste, al único que no le hace gracia es a Francisco, el cual no es viudo, aún. — Tienen suerte, aunque apostamos suave — le dicen a Alfredo, que guarda la última carta antes del conteo — suerte, sí  — oculta la sonrisa y juega. Le encanta hacer trampa, ya con la edad hay cosas que es mejor no disimular. Entre las tardes de póker de cada martes y las visitas a su hijo se pasaba la vida entera; aunque El Enclave también era parte de su vida, era su único bar y su segundo hogar.


Federico era el que atendía en la barra, remplazó a Alfredo una vez se hizo tan viejo que no podía leer las etiquetas de las botellas. — Deberías dejar de tomar papá, — le repetía tras cada vaso, pero igual le servía. El Enclave, quizás el único bar descentre de Silajo, un pueblo pequeño, veinte kilómetros al sur de Finisterre, tenía un aire recóndito pero limpio — Aquí ya no llega nadie — refunfuñaba Alfredo — antes si acaso aparecían turistas.  — Mejor no perder la esperanza papá, siempre queda la esperanza. —


— No a todos nos dejan la esperanza.  —

8.11.11

Muchacha leyendo un libro.

-  que calladitos que están todos.


Nunca había tenido tanto frío, su mamá le había repetido hasta el cansancio que empacara muy bien una chaqueta, pero ella la guardó en la maleta porque no quería cargar tantas cosas a la mano y la verdad, le daba vergüenza andar tan atareada por la estación. Roma no estaba tan mal, pensaba oyendo La Verónica, Roma no estaba tan mal.

En la plataforma la esperaba Beatriz, una señora regordeta, que tenía el encanto propio de esas mujeres que conservan su belleza de juventud, aún con un tanto de años más a cuestas, se dejaban ver entre sus pliegues esos años de gloria. La recibió con un abrazo fuerte – ya hablé con tu mamá –  le dijo – deberías llamarla cuando lleguemos. –

Verónica descargó su maleta en el cuarto de arriba, en el 7 de la Via Privata Salento era una prueba de lo que el tiempo puede dejar en pie. Tenia tres pisos y más escaleras de las que uno quiere encontrarse a diario. – Puedes usar el  armario si quieres – le dijo Beatriz – ¡ey!, ¡ahí estas!, mira, espero que no te moleste Gaspar – El gato negro se paseó entre sus piernas y miró a Verónica por un momento. Se quedó quieto, alzó la pata izquierda con cuidado, entreabrió la boca y saltó a la ventana sin que se sintiera. – Está muy lindo – dijo ocultando el asco; odiaba los gatos, le generaban desconfianza.– supongo que tendrás hambre niña, ya casi está lista la comida. – La anfitriona cerró la puerta al salir y bajó las escaleras con prisa.

Las ventanas daban al techo del segundo piso, pudo verse trepando por el techo como película con persecución, puras tonterías, y en el techo Gaspar – Aura – pensó – en la visión de Montero quemaban a los gatos... afortunado. – El aire del cuarto era pesado, los cuartos para las visitas tienen eso, el desuso en sus entrañas, aunque lo agradecía, su mamá había contactado a Betriz, su amiga de colegio, luego de años sin hablarse. Ahorrarse unos euros en Milán siempre viene bien.

La mesa estaba servida y Roberto, el esposo de Beatriz, ya estaba comiendo, saludó sonriendo e intento, con agrado de buen anfitrión, una pequeña conversación para romper el hielo. Era viejo, se le veía en las manos – ¿te gustan las muñecas? – preguntó en un buen español invitándola a servirse más sopa – hace años que no juego con una – respondió Verónica – Bueno, pregunté si te gustan... es que las coleccionamos – le explicó – a Beatriz le encantan las muñecas de porcelana. ¿cierto amor? En un tu cuarto hay unas cuantas, las más lindas, en el armario, ¡qué rica está ésta sopa!... jum... la mayoría están en el sótano. – Gaspar se subió a las piernas de Verónica y empezó a ronronear – ¡bájate!, me gustan, claro, nunca tuve una pero son tiernas... – miró su plato y terminó de comer en silencio, se disculpó por la fatiga del viaje y subió al cuarto.

[Continuar...]

1.11.11

25 años después.

25 años después de olvidar en donde empezó todo esto, la vida me tiene parado sobre incontables satisfacciones. Un tercio de vida, o casi un tercio, un cuarto de siglo, eso es seguro. La sonrisa puesta, la cabeza en alto, la vida ya comenzó hace tiempo, pero aún falta mucho por venir.

13.10.11

Signos de Puntuación

>>Se le pide discreción al lector; texto extremadamente cursi, no apto para diabéticos.<<<

No eran tontos, aunque usaban los te amos como signos de puntuación. Lo hacían por que era la única forma sincera de resumir el cúmulo de sentimientos que despierta compartir la existencia con alguien más. Porque los te amos, así parezcan sobre utilizados, siempre van cargando en la espalda la historia de los dos. Te amo.

5.10.11

Fueron ellos


Le cumplí a Kal'el, por fin; éste cuento lleva varios años cocinándose.

Estaba retrasado haciendo el ensayo para Epistemología de la Historia, era la primera clase del jueves, ya tenía varios párrafos en borrador y, aunque mi argumento era sencillo, las ideas me mantenía dentro de la biblioteca de la universidad, escudriñando entre los libros que no tenían nada que aportarme. Ya estaba llegando al punto donde la quietud de la biblioteca comienza a asfixiar y a drenar la concentración; abusar del silencio lo hace jugar en contra nuestra. Y ahí estaba, en la cuarta columna del olor a literatura, entre dos novelas de Murakami, la carta que me quita el sueño hasta la fecha. Estaba bien doblada, sin sobre, manuscrita en caligrafía minuciosa, no llevaba fecha en su parte superior. La curiosidad ganó, la leí con morbo, esperaba encontrarme con un correo clandestino de enamorados cursis que se dejaban notas entre libros y que, con nostalgia,escribían sus sentimientos en papel, para escapar de los medios de comunicación efímera que nos da la tecnología; no pude estar más equivocado.

La carta la  firmaba Michael M., nombre que nunca había escuchado en ningún pasillo, pero que tengo cincelado en la conciencia, con tono pausado y amable se presentaba en un párrafo, estudiaba antropología, último semestre, daba la dirección de su casa y un teléfono de contacto, desparramaba sus datos biográficos para dejar claro que sí había existido en este mundo. Su ortografía era impecable, y la línea de cada oración recta, como si el papel no fuera blanco desde el comienzo pero, ya inmerso en el texto, empezaba su confesión. Narraba con detalle la investigación que llevaba a cabo mientras escribía, su tesis de grado al parecer, acerca de unos seres de los cuales no tenía nombre ni referencia pero que, según él, eran la cuasa-prima de de la mayoría de los eventos cotidianos. Afirmaba que eran perceptibles, pero que sabían limpiar bien sus huellas ― Borran todo, borran la memoria de las personas ― precisaba cortante  ¿nunca han sentido que de pronto hay algo que el resto de las personas da por sentado y para uno es completamente nuevo? una pared, un libro, un hueco en el anden. El azar confunde, tanto a ellos como nosotros, muchas veces dejan quedan cabos sueltos por el azar, solo que no les importa, nosotros estamos entrenados socialmente para olvidar y adaptarnos; yo me prometí no olvidar. ― no lo creí al principio, el texto tenía un ritmo interesante pero mi parte racional se negaba a caer en su trampa  Si alguien lee esto  decía antes de su firma  le ruego que me busque: Si no existo, si no existí, me creerá que fueron ellos.

Opté por no dejarme perturbar, invité a unos amigos a tomarse unos tragos en mi casa, la verdad era que no soportaba la idea de pequeños hombres azules, como en The Twilight Zone, que le dieran cuerda al mundo ajustando sus tuercas, prefería estar acompañado. Se fueron tarde y el apartamento no sufrió mucho con el desorden, me quedé con los vasos sucios y el desespero... tenía que darle una respuesta, le debía una respuesta.

Entregué el ensayo el jueves temprano, era una una obra mediocre pero cumpliría lo que Gonzalez pidió; llevaba la carta conmigo, revisé los números de contacto y la dirección que estaba escrita. Llamé y no obtuve respuesta... número inexistente, repetía la grabación de la operadora, la misma grabación me contestó al otro lado cuando intenté llamar al celular que transcribió M. Era una prueba sencilla, pero no decía nada. Me paré frente a la facultad de antropología y le pregunté a varios de los que iban entrando si conocían a M., no me extrañó su negativa. Entré a las frías oficinas de la facultad y fingí ante la secretaria mas próxima una angustia infinita  ¡tengo que encontrar a mi hermano!¡urgente!   le dije  ¿puede mirar en qué clase está?   le armé una historia que incluía una tía enferma y hasta líos de plata. Buscó con paciencia en la base de datos que tenía a mano pero no dio con el tal M. Los registros electrónicos son sencillos de eliminar, pensé, la letra de puño alrededor de tanta información pudo conservar el escrito, pero no deja de inquietarme. Almorcé sin prisa, volví a la biblioteca buscando otras pistas; pero acepté lo que ya tenía decido, debía buscarlo en su propia casa.

Eran casi las seis cuando llegué al barrio La Esperanza, moverse esta ciudad y su tráfico estreñido termina siendo un asunto de paciente costumbre. Me bajé una cuadra antes, me sabía la carta de memoria, por lo que fui dejando algunos puntos al azar, tropecé, me lancé a la calle de repente, llegué a salvo, pero valía arriesgarse. Enfrente del edificio busque en el bolsillo para confirmar la dirección... pero la carta estaba en blanco, cuatro páginas manuscritas totalmente en blanco, la guardé entendiendo donde iba a parar todo esto.

Tomé un taxi hasta mi casa, dejé que el taxista eligiera la ruta y desvié su conversación con una risa nerviosa. Las llaves del apartamento se escondieron entre algunas monedas, me cercioré al bajarme que aún tenía todo: billetera, llaves, monedas, todo en orden, pero ninguna carta en mi chaqueta, no sabría decir si se salió al momento de pagar el taxi o desapareció; aunque seguía acordándome de ella, palabra por palabra, de lo que tenía escrito, eso no coincidía con la narración de M.

No recuerdo haber dejado la luz de la concina prendida cuando salí para la universidad ésta mañana, y eso sucede, un error casual... me senté en el piano luego de quitarme los zapatos e intenté improvisar sobre una armonía sencilla y... ¿si ellos están oyendo?

Quise escribir todo esto para replicar la carta de M., aunque pensándolo bien, a él no le sirvió de mucho; incluso pensar su nombre me da miedo, ya lo he escrito muchas veces, ¡he dejado tantas pistas!... les va ser fácil encontrarme.

Pensarán que podría seguir viviendo tranquilo, creyendo que fui engañado con unos párrafos fuera de contexto, una broma sin dueño o una autobiografía casual, sería más sencillo, lo se, un papel se pierde, de pronto aluciné todo por no dormir bien, pero prefiero asegurarme, temo que mi mundo esté siendo doblado por otros, como ahora. No quiero que me busquen, será mejor que lo olviden... por mi parte, elijo aceptarlo, ellos vendrán pronto a borrarme a mí.

12.9.11

La máquina de contratos.


A mis amigos, porque muchos son un invento de Ramírez.



Era jueves en la tarde cuando llegó el ingeniero Ramírez a la puerta de la Firma. El tipo detrás del escritorio grande lo recibió en el asco propio de estar perdiendo el tiempo, pero por mera cortesía se dejó sorprender por la oferta que Ramírez tenía a por hacerle. – Le tengo una máquina de contratos – le dijo Ramírez antes de darle tres tragos largos al café sedimentado que le sirvieron, el tipo detrás del escritorio grande le dio a entender que no estaba interesado – Lo que hace un abogado – dijo intentando disimular su molestia – no puede sistematizarse – es más, en ese tema, se trata de una labor de sastrería y filigrana… no de algoritmos. – El ingeniero Ramírez estaba preparado para esa repuesta, por lo que le explicó que la inteligencia artificial resolvía sin dificultad esos problemas – La máquina no llena formatos – le expresó con calma – ajusta lo que ustedes ya tienen a términos de referencia que podemos enseñarle a la máquina.

El tipo detrás del escritorio grande refunfuñó mientras se acomodaba en su silla, era difícil de creer lo que Ramírez ofrecía, pero le pidió que continuara. – Es sencillo, créame que lo vale, la máquina anda a punta de café y agua, si requiere mantenimiento lo prestamos sin costo; además nosotros seríamos los dueños de la máquina y usted pagaría una suma pequeña mes a mes como arriendo y así se evita uno que otro impuesto. – sonrió con picardía y le dijo – la verdad, doctor… ¿le puedo decir doctor?... su competencia ya tiene varias de última generación como la que le ofrezco… lo digo solo para que sepa. –

El resto de la reunión fue cordial, terminó con un apretón de manos, pero no se cerró el negocio. El tipo detrás del escritorio grande lo pensó, con la poca matemática a su disposición, presupuestó el riesgo que ya entre sus dientes estaba dispuesto a tomar; redactó un correo pidiendo los detalles por escrito (para su formal posteridad), se tomó una semana más para analizar las condiciones y pedir una rebaja, ya sabía qué respuesta iba a dar… siempre lo supo.

Un miércoles en la mañana confirmaron la entrega – Que sigan a instalarla – ordenó el tipo detrás del escritorio grande con ansiedad de niño en navidad. Salió de su oficina para asegurar que el espacio dónde iría la máquina estuviera libre y limpio. – Disculpe joven – le dijo al indefenso con corbata prestada que estaba sentado en el lugar prometido – tiene que buscar otro puesto, ese ya le está asignado a una máquina. – El indefenso se paró sonriente– ¿la del ingeniero Ramírez? – preguntó y estiró su mano – mucho gusto Doctor, yo soy Diego, yo soy la máquina que pidió.

3.1.11

Un cierto tipo

Un cierto tipo, para que todos lo entendieran, escribía poemas en esperanto... pero nadie los leía.

(Nota: un feliz 2011 para todos.)

7.6.10

Si es que te vas primero.

Tenía esto muy descuidado y no tengo excusas.
Éste es para mis abuelos, porque es posible ser parte del aire.
Y a alguien que no conozco
y no se por qué llegó aquí... ni por qué regresa frecuentemente;
pero que escribe mensajes anónimos para éste blog, para tal, también.

Nada es como siempre te prometieron. Bueno, al menos no todo es tan limpio y organizado como uno lo imaginó. Al llegar te asignan un apartamento de una habitación con una cama, mesa de noche y una ventana que mira hacia otro edificio, igual que en el que estás. La cama como única cosa indispensable, siempre he creído que es lo que te da sentido de pertenencia hacia un lugar. A grandes rasgos es como un ghetto gigante, donde todos, al menos eso creo, hablamos español. Luego de un tiempo uno se acostumbra y genera su pequeña rutina, aparecer lo necesario para el día, caminar, fingir alegría al saludar. Lo que verdaderamente me tranquiliza es no tener que ver los avestruces inmensos que te reciben al llegar, con su jerigonza indescifrable y su actitud de perro guardián; quizás esa es su tarea, si a la larga nos dejaron entrar, su misión debe ser no permitirnos salir de aquí, ¿pero a donde iríamos?, suficiente tedio tenemos aquí como para buscar algo más. Mi apartamento es el 805 del bloque 76D sur, nunca viví más arriba que en un tercer piso por lo que la altura fue un problema inicial, no se a quien pertenecía e incluso no entiendo porque no estaba asignado. – Huyó – me cuenta Amanda – lo vi pocas veces, pero te acomodaron unos meses después de no saber nada de él - - ¿Quién se dio cuenta que no estaba? – Pregunté ingenuo – Aquí eso de que las paredes tienen oídos cobra un poco mas de sentido, tonto. –

Amanda me gusta, tiene algo de ese humor cruel que me encanta, murió en el 94’, por lo que sabe todos los trucos del lugar, yo solo soy un simple espectador. Un día tocó a la puerta, preguntó si podía entrar a ver televisión, al perecer el volumen estaba a un nivel perturbador, ella vivía en la puerta de al lado, pero no venía a quejarse, reconoció los diálogos de Dial M for Murder, y quería saber si podía compartirla con ella. La verdad era que ya la había visto infinidad de veces, pero si me gustaba Hitchcock quizás podríamos intercambiar películas similares que el otro no hubiera visto. La cosa era así, aquí no hay quien produzca un programa real, la TV no es más que lo que recuerdas que viste, aunque la fidelidad al original es abrumadora.

Las películas fueron la primera conexión entre Amanda y yo, aunque el gusto incluso se empezó a volcar sobre la música. Ella cantaba en un bar a pocas cuadras cada cuatro días en la noche; realmente no era un bar, era un apartamento más de los que estábamos acostumbrados, pero que lo manejaba una de esas almas incansables con gusto infinito por el jazz, que abría las puertas de su morada para llenarla de desconocidos que imaginaban hectolitros de alcohol. Edgar tocaba una Les Paul verde, acompañado por Amanda y un diminuto tipo en la batería, del cual nunca he sabido su nombre por su inmensa timidez, destrozaban jazz standards y cuanto ritmo se les antojara durante toda la noche, fumando, descosidos, entre risas estridentes. A veces me dejaban unirme en el piano, o cantar algo de swing, pero al negro Edgar, como le decíamos, no le gustaba mucho compartir el monopolio de miradas expectantes que se juntaban en su apartamento para oírlo tocar sus solos hiperdepurados que le habrían dando envidia a Miles Davis - aunque Miles tocaba era trompeta, igual ¿qué importa? – solía decir, extasiado por su adicción al microescenario.

Todos llegamos buscando a alguien, para los que conocimos el amor ese es el impulso principal. Yo la busqué por más tiempo del que recuerdo, sin éxito, imaginando papeles en los postes del ghetto, caminando hasta lugares inalcanzables por el sentido común, pero siempre regresando al 805 del bloque 76D sur. Concluí que ella, si bien esperó encontrarme, nunca habría tenido la certeza de a dónde ni cuándo llegaría, tampoco establecimos nunca en vida alguna forma de encontrarnos… pero es que el final, además de no tener fecha, siempre es mejor evitar asimilar siquiera la posibilidad de su existencia. - Yo llegué buscando a mi madre – me dice Amanda mientras prepara una de sus sopas – pero encontrarla es más difícil si haces conciencia que ella llegó buscando también a sus padres y ellos a los suyos. – sirve la mesa y me sonríe. Comemos sin hacer ruido, me mira con cariño, sin pesar – Tiempo sobra – dice para frenar mis lágrimas - ya verás como uno de estos días te la encuentras cruzando la calle. -

El clima es imperceptible, el ruido también, sólo llega la noche, el resto de cosas toca ponerlas en movimiento si es que se las quiere. Todo lo que no ves sientes que no existe, lo divino, el paraíso, las condenas. – Por mucho tiempo quise conocer a Ghandi o a Lennon- dice Amanda mientras Edgar toca el riff de Here comes the sun sobre una versión accidenta de Run like Hell de Pink Floyd en una noche dedicada al Rock para variar la rutina jazz. -¿Por qué no los buscas?, alguien ya debió encontrarlos. – le pregunto aunque me mira incrédula -sí, pero ¿no me dijiste que a lo mejor los encerraban o algo así? -
-depende, creo que muchos se hacen encontrar para exhibirse para el circo. – Nadie ríe - no caería mal un buen concierto - - no siempre es posible juntar a tantos contemporáneos en un mismo bloque - dice con tristeza –mejor, - le digo tratando de animarla, si los encuentras puedes armar un recital íntimo, deberías ir a buscarlos. - -deberías dejar de hablar tanto y terminarte el vino- responde cortante y pregunta -¿acaso no quieres hacer algo después?-

De los parlantes que rodean la habitación sale una versión calmada de Espérame en el cielo de Paquito Vidal la cual tarareo sin darme cuenta, cuando hago conciencia me atropella la tristeza. Amanda deja de leer un instante y hace un guiño mirando sobre el libro para calmarme, esa es su forma de hacerme saber que está conmigo. La gordura auto inducida confirma que mi mente está estable, pero aquella melodía cincela desde atrás mi conciencia. – Necesito tomar aire – comento con desgano.– Amanda me acompaña a dar una vuelta, no hay mucha gente en la calle, la calma imperturbable es un personaje constante.

Al cabo de tres horas viendo pasar gente y sin cruzar una palabra, veo un espejismo vestido de rojo dar vuelta tras el bloque F. Mis piernas entran en un ciclo automático y huyen sin consultar, Amanda corre detrás de mí por instinto.

Sin pensar en consecuencias pero con delicadeza tomo del hombro al espejismo para que se de vuelta.

-Te busqué – balbuceo.
-No me esperaste. – (las sonrisas estallan.)
-¿Quién es ella?-
-Mi esposa.-

19.10.09

Partid de sânge (2/2)



L
uego de su muerte visité la mansión dos veces más, para enterrar el dolor, y juré no volver. El rito me desagradaba por mas adictivo que fuera, y sin darme cuenta, en medio de la bacanal me encontré relatando la desgracia sufrida por Lara tratando de advertir a las nuevas participantes que deberían pensarlo mejor, qué si todo empezó en la casa Makber, ellas iban a ser las siguientes. Vaticinio que probaría ser cierto.


Con el alma ahogada por el dolor busqué consuelo en la única figura de amistad que yo conservaba, Kerrah. Fui a su apartamento, siguiendo las indicaciones que soltó en alguna de las conversaciones en la Partid de sânge. Se alojaba en un edificio viejo; pero remodelado hace poco por lo mucho que se ha valorizado la zona en la que está. Abrió la puerta un reducido anciano, se disculpó del desorden y me hizo seguir. El espacio era muy amplio y los ventanales que abarcaban la pared entera estaban cubiertos con persianas de madera. En la sala un gobelino se destacaba frente al resto de piezas que allí se exhibian.
– Era de mi padre – me explica el viejo con su voz gutural, rasgada por el decaimiento propio de su edad – ¿busca usted al señor Kerrah? El salió a cumplir una cita –
– Qusiera hablar con él personalmente – dije ignorando un poco al viejo – ¿será que se demora mucho?¬ –
– No sabría decirle – se disculpó – Si quiere dejarle algún mensaje yo con gusto se lo haría llegar –
– Es un asunto personal – corté
Me ofreció un té, y una vez lo trajo conversamos de asuntos sin importancia. Me fue simpatizando mientras hablábamos, su lenguaje era fino y sus comentarios gozaban de una acidez particular. No preguntó nada de mi vida personal.
– Ya está oscureciendo – dijo preocupado – el señor Kerrah sin duda no demora pero, ¿le molestaría dejarle el mensaje? Hay cosas que tengo que terminar de hacer.
– Es una cuestión dificil – vacilé – coméntele a Kerrah, que vine a verlo… pues, que un amigo vino a verlo para advertirle…. Hay un vampiro en Silajo – dije sin escucharme – eso ya lo sabe todo el mundo. Pero creo que merodea con frecuencia por la mansión de Rots Makber. Dígale a Kerrah que vine a prevenirlo, que no vuelva a la Partid de sânge si aún valora su vida. –
Tomo nota atenta del recado. Al incorporarse para guiarme a la salida lo percibí más alto y noté como ahora tenía mas fuerza en sus pasos. El sol ya no se colaba por las persianas de la sala y el ambiente se tornó frio en mi camino hacia la puerta.
– Hasta luego señor Sanghev – dijo para despedirse alargando la mano. En ese instante los dos nos dimos cuenta: Él había delatado su posición y yo entendí que había hablado toda la tarde con Kerrah.

Baje las escaleras despacio llenando los pasillos con mi resignación. Subí el cuello de mi gabán para proteger mi cara de la ráfaga de viento que aturdía toda la calle. Nubes negras y sobrecargadas acechaban la llegada de la noche. Fui a casa y me preparé una cena suave para no obstruir las ganas (porque era tan solo un deseo) que tenía de dormir.

La culpa no me dejaba conciliar el sueño, el presentía mi final. Por la ventana vi como conmenzó una leve llovizna que arruyó mi insmonio relajándome al punto de oir mi propio corazón latir. Sentí cuando Kerrah apareció en la puerta de mi cuarto. Yo le estaba dando la espalda, mi madre siempre dijo que era mejor dormir vigilando la puerta para evitar sustos y poder correr en el momento de una emergencia.
– Tardó mucho – le reclamé en voz baja.
– Pensé que le gustaban las sorpresas – respondió.
– No chuparé la garganta de los que no merecen una muerte horrenda – afirmé aferrándome a la almohada sin dejar de mirar por la ventana, evitando cualquier contacto con el vampiro.
– Depende de usted definir entonces la vida de quien es mas valiosa – me dijo – o búsquese la de quién merece la muerte horrible que a usted le espera. – hizo una breve pausa y sentenció con una mirada firme – Aunque… la muerte no lo es todo, es mas cruel no poder morir – dijo como declamando de memoria, atrapando una a una las palabras en sus recuerdos desordenados. A lo mejor su sentencia era correcta, morir puede que no sea tan malo.
– No tengo miedo de lo que tiene que hacer – le dije.
– De lo que hice… – me corrije enfatizando la última palabra desde el pasillo por el que caminó rumbo a la salida.

Dormí con sueño neurótico arraigado una vez Kerrah desapareció del marco de la puerta. Me sumí en lágrimas que empaparon mi almohada durante toda la noche, lloré dormido de modo incontrolabe, lágrimas que tampoco puedo dejar de contener mientras termino de escribir esto…
¿Pero que más da?

Seguí a Lara hasta la mansión Makber por amor y rencidí por gusto. Vi en Kerrah un amigo con quién compartir y sólo encontré a un úpiro. Sólo espero reencontrarme con Lara en el mundo sublime que muchos esperan y al que otros simplemente nos lanzamos. Ya voy para allá, hermosa, espero que la religión se equivoque en cuanto a sus castigos literarios, ¿Será tan pecaminoso quitarme la vida para preservar la de otros sí esta que aún conservo ya está condenada a expirar prontamente?

Ruego que mi alma no esté contaminada también, o será que en esta vampírica condición… mi alma ya partió a reencontrarse con Lara Clim y yo no me he dado por enterado.
auferat hora duos eadem

Nil Sangehv
Silajo,
1 de Noviembre de 20XX

Partid de sânge (1/2)

-cuento vampírico por encargo para clase de 'Narrativas del mal'
Reader/Viewer discretion advised

Fui llamado el martes pasado a cubrir un caso particular. Según me advirtieron, uno de los tantos muertos que azotan ultimamente a Silajo, había dejado un testamento, siendo que todas, porque en su mayoría eran mujeres, las que habían padecido la palidez y la hambruna que precedia su velorio, nunca dejaron siqueira una nota… por la vergüenza tal vez. La notaría rebosaba de periodistas como yo, que vimos cómo el abogado del difunto servia de testigo para la apertura del sobre y presenciaba con nostros al notario leyendo a viva voz, como manda su oficio, el texto que aquí les facilito.


Si Lara Clim no me hubiera convencido, yo nunca habría ido a la mansión Makber – Debes prometer que no le dirás nadie lo que pase ahí dentro – me advirtió. Por el reciente amor obsesivo que yo sentía hacia ella, la acompañé sin vacilar, no me importaba qué condiciones pusiera. La invitación era inusual, como todo lo que emanaba de Lara. Ella era una mujer que había crecido en una de las cunas más acomodadas de Silajo, aunque su personalidad nunca fue nisiqueira cercana a la refinada pulcritud que su madre siempre quiso inculcarle. Se paseaba por el filo de la irreverencia exhibiéndose impune por su condición de delfin, alardeando de sus extrañas costumbres, que mas bien deberían calificarse de exéntricas. Así mezclaba a la perfección la ternura y la picardía desmedida que dejaba una estela imborrable en el pensamiento de aquel que se tropezara con ella.

Llegamos entrada la noche a la mansión de Rots Makber, uno de los terratenientes mas importantes de Silajo, quién habia amasado una incalculable fortuna a muy temprana edad y sus fiestas, se rumoraba entre las chismosas conversaciones de peluquería por toda la ciudad, siempre habían gozado de un aire inmoral, aunque rara vez contaban con la presencia del anfitrión. Partid de sânge, escribió Lara en el papel que le facilitó el corpulento pero bien vestido guardia de la mansión. Nos escoltó hasta la habitación contigua al comedor donde ya estaban reunidas unas dieciocho personas, calculo que de poco menos de treinta y cinco años, como nosotros. Entre ellas resaltaba sin esfuerzo la presencia de Kerrah, un tipo de movimientos con gracia felina que una vez hizo contacto visual con Lara salió a nuestro encuentro.

Se disculpó al presentarse por su apellido, nunca supe su nombre ni supe si Kerrah era en verdad parte de éste. Confesó que era la primera vez que asistía a una fiesta en la mansión Makber, pues sólo se podía asistir a ellas si se es invitado por alguien que las frecuenta. No pude evitar clavar mi mirada sorprendida encima de Lara, quien se rio burlona, guiñó su ojo e hizo caso omiso a mi reacción. La acompañante de Kerrah habia tenido que marcharse – Seguro se sentía mal por algo que comió – bromeo mientras pasábamos al comedor.

No había sillas, sólo la mesa de 16 puestos, repleta de pequeños bocadillos, anfetaminas en bandejas de plata, ginebra suficiente para embriagar a toda la armada británica y un cargamento de dogras innombrables que de enterarse la policía, todos habríamos pagado una vida entera de condena en la carcel por posesión de estupefacientes. Mis recuerdos luego de las primeras pastillas son confusos, recuerdo a Lara desnuda, igual que los otros invitados, participando de mi mano en esa orgía palpitante que aparecía de a cuadros en toda su obcenidad. El cuarto había sido equipado con luces destellantes que al apagarse sumian el comedor en la oscuridad total, y relampaguéando enceguecían a todos los participantes. Recuerdo que todo ocurría como un baile coordinado por un titiritero inexistente, entre risas dispersas y suspiros acompasados que duraron toda la noche.

Noté, al despertarme en el cuarto principal de mi apartamento, pequeñas cortadas mi brazo; el que Lara tenía secuestrado en su sueño babeando la almohada. Les di explicación en las siguientes visitas. En realidad en las mañanas que le seguían a las fiestas, donde armé de una las piezas de mis recuerdos fraccionados por diversos venenos. Beber un poco de la sangre de tu compañero era el rito central del despliegue de desnudez bajo el techo de la mansión de Rots Makber.

Nuestra asistencia a la Partid de sânge se tornó rutninaria, y mi amor por Lara innombrable y colosal estallaba dentro y fuera de tales fiestas. Kerrah visitaba la mansión con igual frecuencia. En las breves charlas que precedian la entrada al comedor logramos afianzar una pequeña amistad enclavada en la complicidad. Siempre estaba rodeado de alguna mujer hermosa, aunque igual su aura retenia la atención de todo el entorno. Solía bromear, enfatizando con sus finos ademanes, haciendo gala de un exquisito sentido del humor.
– La gente ya está diciendo que se trata de vampiros – creo que le dije alguna vez acerca de las muertes que se estaban presentando fuera de nuestros círculos sociales.
– No creerá en cuentos tan tontos ¿o si? – me respondió arqueando las cejas
– Claro que no – me interpeló Lara – los pobres suelen culpar de sus enfermedades a lo sobrenatural y no se dan cuenta que es cómo viven lo que causa esas desgracias…
– ¡Que viva la revolución! – brindé para irritarla
– No seas tonto Nil, sabes bien a lo que me refiero. –
La verdad era que muchas de las mujeres que frecuentaban la mansión Makber también se habían infectado de la hamburna mortal, como mal habían bautizado los periodistas locales la epidemia, sólo que nunca nos dimos cuenta, desaparecian de la vida pública sin avisarle a nadie, sus familias guardaban el secreto con recelo para no enturbiar las aguas de los chismes y la calumnia. Seguimos conversando hasta entrar al comedor, donde fraccionaría mis recuerdos por una noche más.

Días despues, en el desayuno, una vez estuvo en la posición que tomaba para atacar el pan con el rodicio de mermeladas que esplayaba frente a ella, me contó de un sueño bastante extraño que tuvo – ocurría todo en tu cuarto – dijo con la boca llena
– Como todo lo bueno – acoté antes que siguiera
– Tonto. En fin. Pasaba en tu cuarto, tu no estabas, o estabas tan dormido que ni me daba cuenta que estabas ahí –
– ¡ouch! –
– déjate de bobadas, desde la puerta alguien estaba observando, ese tipo de cosas en los sueños que puede ser cualquier persona pero que uno sabe con certeza de quién se trata. Entró sin decir nada… pero tampoco era alguien, era una masa oscura, de movimientos cortos y armoniosos, me miró por un rato –
– ¿Tenía ojos? –
– ¡Claro que no! Pero yo se que me miraba, con algo de deseo quizás– me sentí incómodo por esa referencia, contraje mis hombros para no desencadenar un ataque de celos – se acercó al borde de la cama – continuó narrando, ignorando mi mirada acusadora – y derrepente, la nube negra se prendió de mi cuello. Fue súbito e inesperado. Me sentí ahogada, intenté gritar pero no salía nada de mi garganta… me impresionó el dolor que sentí, porque en lo sueños nunca se siente nada –
– ¿Pero si era un sueño?–
– Lo era. Me desperté de un salto apenas el bicho soltó mi cuello, fui hasta la cocina a tomar agua muy fria para quitarme la sensación de ahogo que no daba tregua–
Luego cambió el tema cómo si lo relatado fuera insignificante. Yo por mi lado creí que estaba loca, pensmiento reiterativo siempre que Lara se colaba en mi cabeza, por lo que no me sorprendió.
No fue hasta que palideció días despues, que comencé a pensar sobre la posiblidad de que Lara hubiera sido visitada por el vampiro que se murmuraba en las calles. Mi amor por ellas sigue hasta hoy intacto, pero debo admitir que noté como de a poco se fue transformando en un monstruo. Perdió primero el color en las mejillas, se le cayeron las uñas y el pelo empezó a crispársele. La vida comenzó a abandonarla, privándola de energía para moverse, pudriendo su cuerpo aun vital, preservando su conciencia hasta el último suspiro. Lara se recluyó en el apartamento hasta que el hambre insaciable y la falta de energía la vencieron. No quiso que nadie la visitara y le contó a la menor cantidad de conocidos posible. – Es una enfermedad de pobres – repetía como letanía para ahondar su desgracia, perdió la ternura que la caracterizaba y olvidó como era que debía reir.

14.9.09

Rastros de Silajo (2/2)


Vi a Sofía salir de la parroquia, pero no caminó hacia la tienda para encontrarse conmigo, caminó junto a la pared blanca, y entró al jardín que tanto cuidaba el padre Córdoba. Salté de la silla y corrí hasta el portón de la parroquia, debía asegurarme que el padrecito seguía confesando. Entré al sagrado recinto de silencio inmaculado, la última señora seguía haciendo penitencia, terminó sus oraciones y salió arreglándose cabizbaja.


Me arrodillé, escéptico, en el confesionario, dije varias sandeces a fin de exaltar un poco a Córdoba, asintió con un leve ruidillo de garganta, al parecer aprobaba lo que le acababa de decir sobre el precio de las vacas. Esperé sin decir nada… y asintió con el corto rugido gutural… luego de unos minutos dijo como distante, tras el velo morado – Usted es una santa – su voz sonaba extraña – rece 2 padrenuestros, un Ave María, no se preocupe mi señora, todo va a estar bien – Me incorporé enfurecido, abrí la cortinilla y vi una simple grabadora, que corría con leves gruñidos de garganta y sonidos aprobatorios del cura durante la confesión. Me apoyé en el fondo del confesionario para cazar la grabadora y la madera en que me apoyaba cedió. Consternado empujé si mucha fuerza y terminé de abrir la puerta lateral de la iglesia, que para mí era inservible, quedando en el jardín de maleza y flores. Ahí supe que Sofía amanecería mañana en la plaza.


Entre la maleza me apresuré al cuartucho de herramientas que estaba al final del jardín. Por la ventana, tarde para mi destino, observé como Córdoba, con un mazo impactaba el cuello de Sofía, que arrodillada con religiosa devoción, cayó despacio dejando su alma atrás. Córdoba soltó una carcajada chillona muy corta volteando los ojos extasiado. Cubrió el cuerpo de Sofía con un costal vació y se limpió el polvo de las mangas para salir. Me paré frente a la puerta esperándolo… cuando se empezó a abrir, la empujé de una patada, se golpeó la cara y cayó al suelo, forcejeamos entre si, sin emitir ningún sonido, puños, patadas, estocadas, en silencio, mi dolor era tan grande que no cabía por la garganta para salir de ningún modo, así como devoraba las palabras que me quedaban dentro. De los puños limpios pasamos a arrojarnos todo lo móvil alrededor… por esquivar una embestida de cuerpo entero caí de espalda, indefenso busqué un arma… sólo tenía a la mano unas tijeras de podar, alzó triunfante una pala oxidada que estaba recostada en la esquina. Cuando se disponía a dar el golpe clavé sin asco las tijeras en su muslo izquierdo… chilló como un cerdo agonizante y sin darme tiempo para reaccionar contesto con incesantes golpes con la pala… hasta que ahogado entre sangre y baba no pude respirar más.


- Siempre sospeché de él… me daba mala espina, irónico para su labor de jardinero ¿no?, le pedí varias veces que arreglara el jardín, aceptaba y pedía permiso para ver el depósito que está tras la iglesia, pero nunca cortó una hoja ni cuidó un matorral… no creí que usara el depósito para algo tan atroz. Pobre su señora, tal vez creyó que si ella amanecía en la plaza nadie sospecharía mas de él y tal vez culparíamos sin duda al loco Fernando… aunque nada está oculto bajo los ojos de Dios – se mostró cansado por la poca luz que entraba al cuarto de la casa cural. La periodista capitalina, libreta en mano buscó construir la pregunta correcta – Pero, si fue un sábado en la mañana… ¿no estaba usted confesando señora cuando descubrió al Asesino de Silajo en el depósito? – Córdoba hizo una pausa reflexiva y buscó una respuesta convincente – discúlpeme – dijo al rato en voz baja – usted es una santa, pero ¿podríamos continuar con las preguntas otro día?... ahora prefiero descansar. No, no. No se preocupe mi señora, que todo va a estar bien.-

13.8.09

Rastros de Silajo (1/2)

-No es un final T.Capote, falta todavía una parte.

La parroquia contaba con un jardín inmenso, que antes de la llegada de Córdoba no era más que un rastrojo de barro y mierda de perro, pero tras la nutrida afluencia de fieles rezanderas que ocurrió tras su arribo, haciendo caso omiso de los caritativos aportes de las mismas, y sin contar las generosidades recibidas después de los asesinatos, el patio se cubrió de espinas, flores y enredaderas, sin orden alguno. Era un espacio desperdiciado, hecho monte por una inversión inicial llena de buenas intenciones y el abandono riguroso e inmediato. Siempre al pasar, me fijaba en lo que fue la puerta lateral, pues debía llevar años sin usarse, la cubría una planta de hojas pequeñas que, como un mosaico de infinitas piezas, con sus flores color punzó, devoró el marco y parte de la pared, inhabilitando el acceso a la iglesia desde el patio. Ofrecí mi ayuda para dar cuidado al jardín en repetidas ocasiones, sin respuesta, ya que más da, no puedo cambiar lo que sucedió, ni revivir a ninguna.


El sermón del domingo casi le arranca un aplauso, de la emoción, a la romería de señoras que el joven cura de ojos verdes convocaba sacramente. La iglesia de Silajo no podía albergar más de 40 personas a la vez, porque tampoco había gente con quien llenarla. En semana santa o navidad, el padre Córdoba animaba a las asistentes a que trajeran su propia silla y que, por el amor de Dios, lograran que sus esposos las acompañara a la celebración, pero aunque estas insistieran, no se reunía más que el grupo ordinario de las señoras y 2 o 3 maridos a regañadientes, que por ser ajenos al recinto, se apretujaban en las pocas bancas que nunca pensaron en acomodarlos mientras juraban no volver jamas a tal tortura.

Sofía asistía, como manda la escritura, a la misa dominical, y a confesión uno de cada 2 sábados, por convicción decía ella, sin falta; salvo cuando tenía gripa – Justicia divina – sentenciaba con la nariz congestionada – esta semana todo lo hice bien. – Yo la esperaba sentado en la tienda que miraba directo a la puerta de la parroquia, tomando, por rutina, una cerveza con Iván, el hijo bueno-para-nada del carnicero, quien era varios años menor que yo, pero conversaba de lo que fuera, así no supiera del tema – Las señoras van a misa porque están enamoradas del curita – me dijo una vez con su tufo espeso – cuando confiesa, se gasta 5 minutos por cabeza, como en un matadero, les echa un piropo al terminar y ellas con una sonrisa vuelven el domingo con los bolsillos llenos para contribuirle – Iván era un borracho, para nadie era un secreto, después de las 10 de la mañana, de cualquier día, ya estaba ligeramente alcoholizado, si no es que ya su cerebro nadaba por vestigios de una noche extendida. Nunca tomé en serio lo que Iván me decía. Siempre preferí reírme a entrar a discutir con un borracho.

– Sofí, mira – le dije entusiasmado. Ella reaccionó con un salto pequeño, un susto fugaz, quitó su mirada del espejo por un instante para mí – me encontré un billete de 200 en el pantalón – dije con sorpresa. Ella continuó arreglándose sin prestar atención – Deja ya – le dije, para que notara un segundo mi presencia – sí sólo vas misa, – – A confesión – corrigió de modo firme, pero con ternura – por eso… ¿acaso qué? – respondí, hizo esa cara de satisfacción de cuando estrena peinado y evitó mirarme para no responder.

Fui a espera a la en la tienda, como siempre – buenos días Tomás – me saludó Gloria, la novia de Iván, que llevaba un buen rato tratando de despertarlo, era inútil, la noche anterior había bebido hasta saciarse… y 2 botellas mas, estaba dormido sobre la mesa, hediendo a amanecido. Traté de hablarle a Gloria de lo que fuera, conversar con Iván era más sencillo, el buscaba e hilaba cualquier tema, Gloria era un poco más sensata, pero a mi sorpresa el dialogo fluyó ligero mientras ella bamboleaba al borracho tratando de despertarlo. Hablamos de su casa y de cómo ayudaba a su mamá a enseñar en el colegio – ¿También te estabas confesando? – pregunté al rato – como todos los sábados – respondió entre un suspiro – ¿También enamorada de él? – indagué, al suspiro sumó el sonrojar de sus cachetes – es porque tiene tacto – intentó excusarse sin que yo se lo pidiera – en mitad de la confesión me caya con un, ‘ud. es una santa… e igual viene cada semana,’ me manda una pequeña penitencia y me voy con una sonrisa de alma expiada – sonrió para sus adentros abriendo los ojos con un destello –…es perfecto – susurró – Es sacrílego – le respondí.

Las señoras duplicaron su limosna semanal poco después de que Gloria apareció muerta, incluyeron los miércoles y viernes como de culto obligatorio, e Iván se emborrachaba con más frecuencia, cosa que todos creímos en principio imposible. La hallaron sobre un matorral de florecitas blancas, con una herida contundente en la nuca, ninguna otra señal de violencia y en su cara el reflejo del millardo de confesiones realizadas que mostraba su alma en paz.

Sofía ahora rezaba antes y después de comer – Era una muchacha ejemplar – dijo después del postre – No hay muerto malo ni novia fea – le recordé sorbiendo las últimas cucharadas de sopa – todo el mundo sabe que se acostaba con cualquiera cuando Iván salía del pueblo, menos con Fernando claro, - me miró reclamando una disculpa- ¿Qué? – le repliqué – por eso no me extrañaba que se confesara semanalmente – Sofía chistó con rabia y siguió comiendo.

Después fue la hija de la vieja Mariana, una muchacha hermosa de pestañas sobredimensionadas. El pueblo entero asistió al sepelio. Todo el pueblo, menos yo. Me tropecé frente a mi casa, a causa de la lluvia, mientras cargaba un bulto de tierra el día anterior, por lo que preferí guardar reposo. –El que nada debe nada teme– me sentenció un día Córdoba al verme pasar – ¿Por qué lo dice padre? – reclamé con respeto – No está bien visto no asistir a un funeral de un pueblo tan pequeño – me dijo dejando un sabor de inquisición en el aire.

Al tercer muero el pueblo había llegado a varias conclusiones, la misa del domingo era la más concurrida por el cadáver de esa mañana, que con serena pasividad y hermosura habría aparecido en un lugar aleatorio, sólo mujeres eran atacadas, cualquiera podría ser el culpable, y por cualquiera quiero decir que todos creían que era yo. La misa del domingo ahora requería de llevar silla propia, la iglesia fue ampliada, aunque no hacia justicia al incremento repentino de las utilidades caritativas, de manera burda, para que todos los maridos regañados fingieran interés en el sermón.

Mi odio por Córdoba crecía con vigor, quizás por ese interés mezquino que yo notaba los martes que Sofía lo invitaba a almorzar, ella se enternecía con sus ojos verdes, yo me ponía iracundo con su estúpida frasecita de cajón – Usted es una santa – le decía hasta cuando servía salpicando la sopa, ella se sonrojaba y se dedicaba a comer en silencio.

Yo sospechaba del loco Fernando, si bien era un idiota que se paseaba cojeando, había perseguido con interés de macho alpha, sin éxito, a todas las mujeres de Silajo… a todas (sin distinción alguna). Quizás, la frustración lo llevaba a matar sin una verdadera conciencia de sí mismo, como un sonámbulo o un niño cumpliendo un rol en un disfraz. Decidí investigarlo, si demostraba que era él, el dedo inquisidor en mi frente debía quitarse. Dejé a sofía en su confesión sabatina, donde ya la fila era concurrida para ser tan temprano. Llame a la puerta de Ferando, al abrir lo invité a una cerveza, Iván caído de la perra yacía inmóvil por la pena, dormido sobre la mesa en que nos sentamos – Grave lo de las señoras – le comenté a Fernando luego de pasar por temas sin importancia - No he sido yo - Respondió sin titubear. La verdad era que Fernando sufría de lucidez esporádica, algo así como una fase de trance en la que su pensamiento se ordenaba (al fin) por unos minutos. siempre creí que era usted… - replicó mirándome a los ojos. Según me explicó, Córdoba hasta lo insinuaba en el sermón. O era el loco o yo. Claro que Sofía ni se daba por enterada; siempre he creído que los mas acérrimos creyentes y fieles son los que menos atención le prestan al rito, quizás porque creen que ya tienen ya el alma en un lugar privilegiado sólo por asistir.

18.5.09

Apenas son las 3

Estaba sentada frente a un Magritte, prefiero a Mondrian dijo apenas me senté a su lado, aquí sabes que no hay ninguno, respondí. Me miró, supongo que para inspeccionar lo que llevaba puesto o si me había cortado las uñas y sin decir nada volvió a concentrarse en el cuadro que tenía en frente. Las palabras se me enredaban, la lengua no respondía a mis comandos. Estás tenso, dijo rompiendo el silencio que inundaba el lugar, en verdad todo esto me pone nervioso, respondí con pena, siempre sincero, el peor de mis defectos, repliqué, pero uno que me encanta dijo con su sonrisa medio escondida. Vamos a un lugar donde podamos hablar, sugerí, dijo que las cosas aquí no hablaban, pero que también tenían vida, además estaban para que las contemplaran y no necesariamente para que nadie fuera dueño de ellas, como esto, afirmé, asintió sin pena ratificándolo. No entiendo algo, me reclamó, los dos estamos aquí, es posible, todo fluye y parece funcionar… ¿Por qué no?, el tiempo no es correcto le respondí buscando calma en el revuelo que todo me despertaba, ¡pero si apenas son las 3! dijo enfatizando con sus ojos. Ahí supe que lo había entendido mejor de lo que yo creía, me levanté para despedirme inclinándome un poco para darle un beso. Igual no va a suceder, sentenció susurrando, igual me esperan abajo, le recordé. La busqué en la exposición de Mondrian que trajeron unas semanas después. No eran las 3, ya no era un Magritte, ya van a cerrar y no estás aquí tampoco. No va a suceder, recordé, no va a suceder.

15.3.09

Quizás Mañana

- Vamos ya – dijo casi con desprecio – de nada sirve que sigas escondido. – Giré para ignorarlo, pero se acercó decidido arrastrando los 2 morrales que con esfuerzo bajó por las escaleras hasta aquí - ¿Quién dijo que me estoy escondiendo? – le pregunté. En el fondo sonaba una versión audible de Las Cuarenta de Grela y Gorrindo. Llevaba poco mas de 4 meses viviendo bajo la estación de radio de Javier, nunca tomé la decisión de vivir bajo tierra, las revueltas me convencieron. – Es peligroso que sigas aquí – dijo tembloroso, esfumada la firmeza del minuto precedente – peligroso para mí. – concluyó. Javier siempre fue un cobarde, desde el día que rompimos el vidrio del carro de la señora Gutiérrez, cuando apenas raspábamos los 5 años, estampó la cobardía en su frente cuando su escondite fue descubierto y me vendió por ahorrarse una palmada.

Me dijo, como para convencerme, que yo estaba desconectado del mundo, que ya era hora que al menos mirara por la ventana.


Algo andaba mal, nunca lo vi tan asustado, yo tenía un acceso ilegal a internet (un lujo estos días) , un televisor de antena (aunque sólo entraban los cananles intitucionales) y una emisora clandestina, con la que me comunicaba con otros personajes y sus vidas lejos de todo esto, ¿Qué mundo tenía que ver?, desde aquí podía acceder a todo; el mundo, repetía Javier. Tienes que ver por la ventana así ya no se vean los atardeceres, dijo con la mirada en blanco. – Que cursi estás – le reclamé en burla, chistó con ira y me haló del cuello de la camisa.


– Vives engañado – me reprochó- y crees que eso es vivir.


Con un grito y sin hallarme asesté un puño en su quijada. No se defendió, esquivó los golpes que pudo y se tragó los ruidos de dolor, trató de alejarme, pero no se defendió, algo ocultaba. Con sangre en la boca en una pausa de mi trance, balbuceó que me calmara, y con esfuerzo logró conjugar mi sentencia – Están arriba – dijo tosiendo – saben que estás aquí.-

Era imposible, desaparecí sin acudir a nadie más que a Javier.

– Interceptaron la radio, controlan las imágenes que ves en el computador… - explicó –
-Yo estoy viendo el mundo – me defendí obstinado-
-El que quieren que veas, en parte para que no salgas de ahí, en parte para que vayas a buscarlo mientras te esperan vigilantes en la puerta entre ceniza y lo que queda de esta ciudad en blanco y negro. Llevas hablando
por radio con ellos varias semanas, ya no queda ningun otro de los tuyos.

Mi mente está en blanco - ¿Qué hacemos? - Le pregunto, sin convicción, al cobarde más grande que he conocido – Vivir. – me dice entregándome uno de los morrales pesados – Vivir…

5.3.09

En el número 8.

-No todos saben lo que son.

El numero 8 de la línea naranja, luego de media hora de recorrido, me deja a tres cuadras de la oficina. En una ciudad en que el esmog es omnipresente, como Dios, porque el casco urbano cuenta con una iglesia cada cuatro esquinas y hollín en cada partícula de aire restante, hay extraños que suben a los buses, que muchos parecen humanos, pero para quienes prestan atención, no lo son del todo.

Hace dos martes subí al número 8 como de costumbre. Al poco rato una señora con aire rancio, de nariz garruda y pelo enmarañado, pagó y se sentó en el puesto contiguo al mío Al ver las uñas a medio pintar, las manos huesudas y la ojeras de oso panda, decidí dejar una distancia mayor a la usual, como esa que por salud debería existir entre el parecido de las muñecas y los bebés reales. Para mí era una bruja, de eso no había duda, sólo que quizás era ella la que no lo sabía.



Imaginé a su bisabuela perseguida hace más de un siglo, condenada al exilio para evitar la hoguera. Vi el aquelarre, el correo, evité la imagen del caldero, aunque si la de los libros centenarios y descuadernados.

Chequeé su presencia, pero se había cambado de puesto para mirar por la ventana justo frente a la mía. Pensé en su abuela, con un local cuya concentración de polvo en el ambiente era casi letal, detallé como manipulaba las cartas, el té, las profecías.

El bus frenó en seco. Desde atrás, un joven de camisa gris, con un insulto elaborado maldijo al chofer. Yo, como acostumbro, viré para notar al gritón, pero encontré además que ahora la bruja estaba sentada juntos al fabricante de obscenidades.

Cerca de mi destino traté de darle sentido a la historia de la bruja; una joven que huye embarazada, que trata de forjar una vida lejos de la magia, negando a ultranza todo vínculo con su pasado de hechicería. Sólo que su hija, hermosa como tantos bebés, no pudo huir a su lastre genético y, por más que vistiera y se comportara como mandan todas las –turas, parecería una hechicera así montara en el número 8 para ir al trabajo.

Timbré indicando mi parada y la bruja, ahora sentada junto a la puerta, se aferró a mi brazo , ¡cuidado!, dijo despacio con la mirada perdida hacia el frente, cuidado con los rectángulos sin base. Quedé horrorizado y confundido el resto del día. Tal vez invoqué la tragedia, o le di mucha importancia y me creí ese susurro fue profético. Esa tarde, me grapé, por erro o por justicia, dos veces los dedos manipulando unas fotocopias, todo por no atinar a tiempo qué quería decir la bruja con “rectángulos sin base”

20.11.08

Papá... Hay un Dragón en mi cuarto (2)

Es un cuento viejo, una reversión, para que encajara en la estructura de cuento infantil,
para los qeu ya lo conocían espero que haya mejorado, para los otros pocos
(porque los qeu leen esto son mas bien pocos), espero que les guste


– Papá –
– mmmahhzzzz –
– ¡Papá, Papá! – repitió Eloísa moviéndole un hombro – Hay un Dragón en mi cuarto.

Papá se despertó en un salto, fue al cuarto de Eloísa y trató de oír desde la puerta qué sucedía ahí dentro… sintió un gruñido decidido, como de un león.

Corrió escaleras abajo para buscar el arma apropiada contra la criatura.

– Con un matamoscas – pensó.
– Sus alas son muy grandes – le dijo la niña al entrar a la cocina

– ¿Una trampa para ratones? –
– ¡Sus patas son Eeeenormes! –

– ¡Ya se! – dijo convencido – ¡una escoba! –
– No es un perro, papá – Eloísa respondió dudosa
– No importa… funcionará –

Subió empuñando la escoba. Frente a la puerta respiró hondo, se armó de valor y entro al cuarto gritando.

Adentro, un gigantesco Dragón naranja, con forma de serpiente marina, garras fuertes y alas extendidas lo estaba esperando. Rugió mostrando sus colmillos al ver a papá entrar blandiendo, como un loco, la escoba de lado a lado.

Esquivó un coletazo del Dragón y logró abrir de un golpe la ventana del cuarto.

Antes de que la rabia provocara que el Dragón escupiera fuego, papá se zambulló debajo de la cama, para protegerse.

Eloísa cerró la puerta gritando, para evitar que el monstruo se saliera. El animal se aventó contra la entrada, las paredes, las repisas, desordenando todo a su paso.

Por último, el monstruo tomó impulso y voló a través de la ventana, dejando atrás el cuarto destrozado.

Papá se incorporó, para sacudirse el polvo, mientras Eloísa entro corriendo agitada.

– Listo – susurró papá tratando de calmarla – ya se fue… ya pasó.
– Peppp-peppp-pero – tartamudió mirando el libro de cuentos que llevaba en sus manos
– ¿A dónde se fueron el resto de Monstruos? – dijo Eloísa pasando las páginas en blanco.

Se agacharon tan rápido como pudieron, con miedo.

Sólo había un lugar de la habitación donde algo grande podía esconderse, pensó papá. Dentro del armario profundo, oscuro y sin puerta, que servía de vestidor en la esquina apartada del cuarto. Se acercaron gateando, sin hacer ruido.

(Prendieron la luz y junto con los monstruos gritaron del susto)

Papá levantó la escoba listo para atacar, pero Eloísa se interpuso con los brazos extendidos
– ¿Se pueden quedar? – preguntó con una sonrisa enorme.

(Los monstruos sonrieron detrás de ella pidiendo aprobación.)

El resto es cosa de juegos y risas; sin Dragones, claro.
– Papá, ¿Nos dejas en el parque? –
–Pero paso por todos a las 6 –


FIN