8.11.11

Muchacha leyendo un libro.

-  que calladitos que están todos.


Nunca había tenido tanto frío, su mamá le había repetido hasta el cansancio que empacara muy bien una chaqueta, pero ella la guardó en la maleta porque no quería cargar tantas cosas a la mano y la verdad, le daba vergüenza andar tan atareada por la estación. Roma no estaba tan mal, pensaba oyendo La Verónica, Roma no estaba tan mal.

En la plataforma la esperaba Beatriz, una señora regordeta, que tenía el encanto propio de esas mujeres que conservan su belleza de juventud, aún con un tanto de años más a cuestas, se dejaban ver entre sus pliegues esos años de gloria. La recibió con un abrazo fuerte – ya hablé con tu mamá –  le dijo – deberías llamarla cuando lleguemos. –

Verónica descargó su maleta en el cuarto de arriba, en el 7 de la Via Privata Salento era una prueba de lo que el tiempo puede dejar en pie. Tenia tres pisos y más escaleras de las que uno quiere encontrarse a diario. – Puedes usar el  armario si quieres – le dijo Beatriz – ¡ey!, ¡ahí estas!, mira, espero que no te moleste Gaspar – El gato negro se paseó entre sus piernas y miró a Verónica por un momento. Se quedó quieto, alzó la pata izquierda con cuidado, entreabrió la boca y saltó a la ventana sin que se sintiera. – Está muy lindo – dijo ocultando el asco; odiaba los gatos, le generaban desconfianza.– supongo que tendrás hambre niña, ya casi está lista la comida. – La anfitriona cerró la puerta al salir y bajó las escaleras con prisa.

Las ventanas daban al techo del segundo piso, pudo verse trepando por el techo como película con persecución, puras tonterías, y en el techo Gaspar – Aura – pensó – en la visión de Montero quemaban a los gatos... afortunado. – El aire del cuarto era pesado, los cuartos para las visitas tienen eso, el desuso en sus entrañas, aunque lo agradecía, su mamá había contactado a Betriz, su amiga de colegio, luego de años sin hablarse. Ahorrarse unos euros en Milán siempre viene bien.

La mesa estaba servida y Roberto, el esposo de Beatriz, ya estaba comiendo, saludó sonriendo e intento, con agrado de buen anfitrión, una pequeña conversación para romper el hielo. Era viejo, se le veía en las manos – ¿te gustan las muñecas? – preguntó en un buen español invitándola a servirse más sopa – hace años que no juego con una – respondió Verónica – Bueno, pregunté si te gustan... es que las coleccionamos – le explicó – a Beatriz le encantan las muñecas de porcelana. ¿cierto amor? En un tu cuarto hay unas cuantas, las más lindas, en el armario, ¡qué rica está ésta sopa!... jum... la mayoría están en el sótano. – Gaspar se subió a las piernas de Verónica y empezó a ronronear – ¡bájate!, me gustan, claro, nunca tuve una pero son tiernas... – miró su plato y terminó de comer en silencio, se disculpó por la fatiga del viaje y subió al cuarto.

[Continuar...]

1.11.11

25 años después.

25 años después de olvidar en donde empezó todo esto, la vida me tiene parado sobre incontables satisfacciones. Un tercio de vida, o casi un tercio, un cuarto de siglo, eso es seguro. La sonrisa puesta, la cabeza en alto, la vida ya comenzó hace tiempo, pero aún falta mucho por venir.

13.10.11

Signos de Puntuación

>>Se le pide discreción al lector; texto extremadamente cursi, no apto para diabéticos.<<<

No eran tontos, aunque usaban los te amos como signos de puntuación. Lo hacían por que era la única forma sincera de resumir el cúmulo de sentimientos que despierta compartir la existencia con alguien más. Porque los te amos, así parezcan sobre utilizados, siempre van cargando en la espalda la historia de los dos. Te amo.

5.10.11

Fueron ellos


Le cumplí a Kal'el, por fin; éste cuento lleva varios años cocinándose.

Estaba retrasado haciendo el ensayo para Epistemología de la Historia, era la primera clase del jueves, ya tenía varios párrafos en borrador y, aunque mi argumento era sencillo, las ideas me mantenía dentro de la biblioteca de la universidad, escudriñando entre los libros que no tenían nada que aportarme. Ya estaba llegando al punto donde la quietud de la biblioteca comienza a asfixiar y a drenar la concentración; abusar del silencio lo hace jugar en contra nuestra. Y ahí estaba, en la cuarta columna del olor a literatura, entre dos novelas de Murakami, la carta que me quita el sueño hasta la fecha. Estaba bien doblada, sin sobre, manuscrita en caligrafía minuciosa, no llevaba fecha en su parte superior. La curiosidad ganó, la leí con morbo, esperaba encontrarme con un correo clandestino de enamorados cursis que se dejaban notas entre libros y que, con nostalgia,escribían sus sentimientos en papel, para escapar de los medios de comunicación efímera que nos da la tecnología; no pude estar más equivocado.

La carta la  firmaba Michael M., nombre que nunca había escuchado en ningún pasillo, pero que tengo cincelado en la conciencia, con tono pausado y amable se presentaba en un párrafo, estudiaba antropología, último semestre, daba la dirección de su casa y un teléfono de contacto, desparramaba sus datos biográficos para dejar claro que sí había existido en este mundo. Su ortografía era impecable, y la línea de cada oración recta, como si el papel no fuera blanco desde el comienzo pero, ya inmerso en el texto, empezaba su confesión. Narraba con detalle la investigación que llevaba a cabo mientras escribía, su tesis de grado al parecer, acerca de unos seres de los cuales no tenía nombre ni referencia pero que, según él, eran la cuasa-prima de de la mayoría de los eventos cotidianos. Afirmaba que eran perceptibles, pero que sabían limpiar bien sus huellas ― Borran todo, borran la memoria de las personas ― precisaba cortante  ¿nunca han sentido que de pronto hay algo que el resto de las personas da por sentado y para uno es completamente nuevo? una pared, un libro, un hueco en el anden. El azar confunde, tanto a ellos como nosotros, muchas veces dejan quedan cabos sueltos por el azar, solo que no les importa, nosotros estamos entrenados socialmente para olvidar y adaptarnos; yo me prometí no olvidar. ― no lo creí al principio, el texto tenía un ritmo interesante pero mi parte racional se negaba a caer en su trampa  Si alguien lee esto  decía antes de su firma  le ruego que me busque: Si no existo, si no existí, me creerá que fueron ellos.

Opté por no dejarme perturbar, invité a unos amigos a tomarse unos tragos en mi casa, la verdad era que no soportaba la idea de pequeños hombres azules, como en The Twilight Zone, que le dieran cuerda al mundo ajustando sus tuercas, prefería estar acompañado. Se fueron tarde y el apartamento no sufrió mucho con el desorden, me quedé con los vasos sucios y el desespero... tenía que darle una respuesta, le debía una respuesta.

Entregué el ensayo el jueves temprano, era una una obra mediocre pero cumpliría lo que Gonzalez pidió; llevaba la carta conmigo, revisé los números de contacto y la dirección que estaba escrita. Llamé y no obtuve respuesta... número inexistente, repetía la grabación de la operadora, la misma grabación me contestó al otro lado cuando intenté llamar al celular que transcribió M. Era una prueba sencilla, pero no decía nada. Me paré frente a la facultad de antropología y le pregunté a varios de los que iban entrando si conocían a M., no me extrañó su negativa. Entré a las frías oficinas de la facultad y fingí ante la secretaria mas próxima una angustia infinita  ¡tengo que encontrar a mi hermano!¡urgente!   le dije  ¿puede mirar en qué clase está?   le armé una historia que incluía una tía enferma y hasta líos de plata. Buscó con paciencia en la base de datos que tenía a mano pero no dio con el tal M. Los registros electrónicos son sencillos de eliminar, pensé, la letra de puño alrededor de tanta información pudo conservar el escrito, pero no deja de inquietarme. Almorcé sin prisa, volví a la biblioteca buscando otras pistas; pero acepté lo que ya tenía decido, debía buscarlo en su propia casa.

Eran casi las seis cuando llegué al barrio La Esperanza, moverse esta ciudad y su tráfico estreñido termina siendo un asunto de paciente costumbre. Me bajé una cuadra antes, me sabía la carta de memoria, por lo que fui dejando algunos puntos al azar, tropecé, me lancé a la calle de repente, llegué a salvo, pero valía arriesgarse. Enfrente del edificio busque en el bolsillo para confirmar la dirección... pero la carta estaba en blanco, cuatro páginas manuscritas totalmente en blanco, la guardé entendiendo donde iba a parar todo esto.

Tomé un taxi hasta mi casa, dejé que el taxista eligiera la ruta y desvié su conversación con una risa nerviosa. Las llaves del apartamento se escondieron entre algunas monedas, me cercioré al bajarme que aún tenía todo: billetera, llaves, monedas, todo en orden, pero ninguna carta en mi chaqueta, no sabría decir si se salió al momento de pagar el taxi o desapareció; aunque seguía acordándome de ella, palabra por palabra, de lo que tenía escrito, eso no coincidía con la narración de M.

No recuerdo haber dejado la luz de la concina prendida cuando salí para la universidad ésta mañana, y eso sucede, un error casual... me senté en el piano luego de quitarme los zapatos e intenté improvisar sobre una armonía sencilla y... ¿si ellos están oyendo?

Quise escribir todo esto para replicar la carta de M., aunque pensándolo bien, a él no le sirvió de mucho; incluso pensar su nombre me da miedo, ya lo he escrito muchas veces, ¡he dejado tantas pistas!... les va ser fácil encontrarme.

Pensarán que podría seguir viviendo tranquilo, creyendo que fui engañado con unos párrafos fuera de contexto, una broma sin dueño o una autobiografía casual, sería más sencillo, lo se, un papel se pierde, de pronto aluciné todo por no dormir bien, pero prefiero asegurarme, temo que mi mundo esté siendo doblado por otros, como ahora. No quiero que me busquen, será mejor que lo olviden... por mi parte, elijo aceptarlo, ellos vendrán pronto a borrarme a mí.

12.9.11

La máquina de contratos.


A mis amigos, porque muchos son un invento de Ramírez.



Era jueves en la tarde cuando llegó el ingeniero Ramírez a la puerta de la Firma. El tipo detrás del escritorio grande lo recibió en el asco propio de estar perdiendo el tiempo, pero por mera cortesía se dejó sorprender por la oferta que Ramírez tenía a por hacerle. – Le tengo una máquina de contratos – le dijo Ramírez antes de darle tres tragos largos al café sedimentado que le sirvieron, el tipo detrás del escritorio grande le dio a entender que no estaba interesado – Lo que hace un abogado – dijo intentando disimular su molestia – no puede sistematizarse – es más, en ese tema, se trata de una labor de sastrería y filigrana… no de algoritmos. – El ingeniero Ramírez estaba preparado para esa repuesta, por lo que le explicó que la inteligencia artificial resolvía sin dificultad esos problemas – La máquina no llena formatos – le expresó con calma – ajusta lo que ustedes ya tienen a términos de referencia que podemos enseñarle a la máquina.

El tipo detrás del escritorio grande refunfuñó mientras se acomodaba en su silla, era difícil de creer lo que Ramírez ofrecía, pero le pidió que continuara. – Es sencillo, créame que lo vale, la máquina anda a punta de café y agua, si requiere mantenimiento lo prestamos sin costo; además nosotros seríamos los dueños de la máquina y usted pagaría una suma pequeña mes a mes como arriendo y así se evita uno que otro impuesto. – sonrió con picardía y le dijo – la verdad, doctor… ¿le puedo decir doctor?... su competencia ya tiene varias de última generación como la que le ofrezco… lo digo solo para que sepa. –

El resto de la reunión fue cordial, terminó con un apretón de manos, pero no se cerró el negocio. El tipo detrás del escritorio grande lo pensó, con la poca matemática a su disposición, presupuestó el riesgo que ya entre sus dientes estaba dispuesto a tomar; redactó un correo pidiendo los detalles por escrito (para su formal posteridad), se tomó una semana más para analizar las condiciones y pedir una rebaja, ya sabía qué respuesta iba a dar… siempre lo supo.

Un miércoles en la mañana confirmaron la entrega – Que sigan a instalarla – ordenó el tipo detrás del escritorio grande con ansiedad de niño en navidad. Salió de su oficina para asegurar que el espacio dónde iría la máquina estuviera libre y limpio. – Disculpe joven – le dijo al indefenso con corbata prestada que estaba sentado en el lugar prometido – tiene que buscar otro puesto, ese ya le está asignado a una máquina. – El indefenso se paró sonriente– ¿la del ingeniero Ramírez? – preguntó y estiró su mano – mucho gusto Doctor, yo soy Diego, yo soy la máquina que pidió.

3.1.11

Un cierto tipo

Un cierto tipo, para que todos lo entendieran, escribía poemas en esperanto... pero nadie los leía.

(Nota: un feliz 2011 para todos.)