2.7.13

No sabemos quienes son (Al sur de Finisterre - Capítulo I) [Borrador]

Para llegar al final hay que empezar en algún momento.

Suelta las cartas, tu turno, un dos negro, un as, no sirve, pero no importa, falta una jota bajo el mantel. No se han dado cuenta. Le toca a Alfredo, saca el comodín que le queda y listo. Gustavo se enfurece, hace mucho no gana un peso en las tardes que se reúnen a jugar viuda. “El club de los viudos” se dicen en chiste, al único que no le hace gracia es a Francisco, el cual no es viudo, aún. — Tienen suerte, aunque apostamos suave — le dicen a Alfredo, que guarda la última carta antes del conteo — suerte, sí  — oculta la sonrisa y juega. Le encanta hacer trampa, ya con la edad hay cosas que es mejor no disimular. Entre las tardes de póker de cada martes y las visitas a su hijo se pasaba la vida entera; aunque El Enclave también era parte de su vida, era su único bar y su segundo hogar.


Federico era el que atendía en la barra, remplazó a Alfredo una vez se hizo tan viejo que no podía leer las etiquetas de las botellas. — Deberías dejar de tomar papá, — le repetía tras cada vaso, pero igual le servía. El Enclave, quizás el único bar descentre de Silajo, un pueblo pequeño, veinte kilómetros al sur de Finisterre, tenía un aire recóndito pero limpio — Aquí ya no llega nadie — refunfuñaba Alfredo — antes si acaso aparecían turistas.  — Mejor no perder la esperanza papá, siempre queda la esperanza. —


— No a todos nos dejan la esperanza.  —


El primer avistamiento lo hizo el hijo de la señora Mariela, un gordete sonriente que siempre tenía la ropa untada de algún dulce — por mi casa están pasando carros viejos — comentó en su colegio, según él iba un tipo joven manejando, muy joven para tener corbata, explicó. Los turistas eran escasos en Silajo, pero así como las brujas, no falta que aparezca alguno sin avisar. El portero del colegio le dijo a Gunther, el único periodista que le interesó la historia, que por esos días a la puerta del colegio llegaba una horda de niños gritones, con el morral que se les salen por encima de la cabeza, y un ángel guardián detrás procurando que no se pisen sus propios cordones desapuntados, lo normal, pero que llegaban muchos niños y entraban muy pocos. A la salida, se repetía la función en reversa, y el centenar de pequeños se perdía tras la esquina donde a él ya no tenía porqué importarle su destino.



—  Siga don Alfredo, siéntese, ¿una ginebra? — le acomodó una silla para que así fuera — Apenas es martes Diego —  — ¿cuándo ha sido un problema? —
Por la puerta pasó un apareja sonriente, ella, más joven que él, arreglada de afán, pero bella al fin y al cabo. Se sentaron con hambre, por el viaje, y curiosearon la carta como buenos primerizos. A todo respondían ¡Wunderschön!, se miraban complicidad entre risas cortas.  Los otros clientes usuales de El Enclave se acomodaron en sus puestos, Alfredo se quedó observando la pareja; los había visto en algún lado.



Llamó a Federico, que atendía tras la barra — son turistas — le explicó con calma — No son turistas Fede — reclamó — bueno, podrán serlo, pero no es la primera vez que vienen  aquí.  — Federico volvió tras la barra, les sirvió a la pareja la cerveza que habían pedido, les conversó un poco y al rato, con un ademán cordial, se alejó de la pareja — papá, son turistas y es la primera vez que llegan hasta acá. —



Se perdió en las telarañas del techo, se tocó las rodillas que le estorbaban desde hace unos días. Gruñía como de costumbre y miraba el reloj.



Alfredo se apretó el gorro de maquinista, abandonó media ginebra y dejó propina por decencia; usualmente Federico la apilaba en un jarro aparte y se la reembolsaba en la caja que guardaba tras el cajón de las medias, Alfredo lo sospechaba pero nunca lo confirmó, sabía que el dinero no venía directamente de los árboles, al menos sí de plantas de algodón, pero tampoco existía por generación espontánea. Hincó su sombrero ante los visitantes, la vez pasada venían con otra pareja, pensó, nadie llega hasta aquí dos veces. Al fin y al cabo, el cabo, era el fin del mundo.



En la puerta se acomodó el abrigo, y encontró junto a su bicicleta el Ford fiesta en el que habían llegado los turistas en su primera visita, otra pareja sonriente estaba acomodando unas maletas en el baúl, le sonrieron,  saludó con calma, desencadenó su bicicleta y echó a andar, turistas, pensó, turistas.
Él no era un tipo de mar, estaba lejos de serlo. Odiaba el sol que puya y la arena metida entre las uñas de los pies; peor aún, carraspeaba los dientes de solo pensar en la arena que es gruesa y no se pega, esa que solo se dedica a molestar las plantas de los pies. Cayó al agua cuando tenía doce años, el final fallido de un reto impuesto por sus primos sobre quién duraba más tiempo parado en el borde de una lancha. Se ahogó por dentro, lo sacaron porque todos estaban viendo, fue rápido, no corría peligro, pero tragó agua suficiente para estar vomitando tres días pedacitos de mar, para él fue fulminante.
Al agua de mar, la sal es lo que la hace repulsiva, sería su último recurso de escape, de vida, de profesión; pero estaba anclado en Silajo, con costa de punta a punta.  Andaba en bicicleta, desde hace un tiempo, en realidad paseaba la bicicleta como si fuera un perro, su casa quedaba sobre un morro y le fatigaba la subida. Entre tardes, Federico, luego de dejar el turno del bar,  lo encontraba paseando la bicicleta y lo acercaba hasta su casa, amarraba la máquina al techo del carro; lo había hecho tantas veces que la pintura del techo mostraba la posición en que debía acomodarla.



Pasó por la tienda, media cuadra ante de su casa. Una panadearía pequeña, que se revolvía entre el olor de pan fresco y el de la orilla del mar. Lo atendía un tipo con  mala leche que quizás profesaba únicamente el amor por el pan. El lío era que el tipo era un acumulador compulsivo y muchas veces si querías comparar un pan que él consideraba ser perfecto, o en su delirio aseguraba que tenía un valor sentimental, no lo vendía. Alfredo hoy estaba de suerte, los panes que escogió no eran allegados al corazón del dueño de la tienda y pudo llevar todos los que eligió — es que son como mis hijos — le dijo mirando los estantes — que tenga un buen día.



Descargó los panes sobre el mesón de la cocina, abrió la ventana del cuarto y acomodó la cortina. Desde que Esperanza murió no cambiaba nada por la casa. Desde eso ya habían pasado veinte años. Las cortinas raídas se acomodaban como de costumbre, los manteles seguían siendo los mismos. — En esas cosas sólo se fijan las mujeres — cortaba cada vez que Federico le sugería algún cambio — pero no viene mal papá — le respondía — sigue siendo tu casa. — Federico le cambiaba de vez en cuando las cosas, ni las cortinas ni los manteles, claro, hacía trueques pequeños que seguro su papá ignoraba. Ya llevaba poco más de cinco meses haciendo mercado por él y cambiándole el cepillo de dientes cada tanto. Alfredo seguía como si nada, presentía que las cosas no encajaban dentro de la casa; pero él también estaba al tanto que su memoria no estaba en su mejor momento. 


No hay comentarios.: