Para llegar al final hay que empezar en algún momento.
Suelta las cartas, tu
turno, un dos negro, un as, no sirve, pero no importa, falta una jota bajo el
mantel. No se han dado cuenta. Le toca a Alfredo, saca el comodín que le queda
y listo. Gustavo se enfurece, hace mucho no gana un peso en las tardes que se
reúnen a jugar viuda. “El club de los viudos” se dicen en chiste, al único que
no le hace gracia es a Francisco, el cual no es viudo, aún. — Tienen suerte,
aunque apostamos suave — le dicen a Alfredo, que guarda la última carta antes
del conteo — suerte, sí — oculta la
sonrisa y juega. Le encanta hacer trampa, ya con la edad hay cosas que es mejor
no disimular. Entre las tardes de póker de cada martes y las visitas a su hijo
se pasaba la vida entera; aunque El
Enclave también era parte de su vida, era su único bar y su segundo hogar.
Federico era el que
atendía en la barra, remplazó a Alfredo una vez se hizo tan viejo que no podía
leer las etiquetas de las botellas. — Deberías dejar de tomar papá, — le
repetía tras cada vaso, pero igual le servía. El Enclave, quizás el único bar descentre de Silajo, un pueblo
pequeño, veinte kilómetros al sur de Finisterre, tenía un aire recóndito pero
limpio — Aquí ya no llega nadie — refunfuñaba Alfredo — antes si acaso
aparecían turistas. — Mejor no perder la
esperanza papá, siempre queda la esperanza. —
— No a todos nos
dejan la esperanza. —
El primer avistamiento
lo hizo el hijo de la señora Mariela, un gordete sonriente que siempre tenía la
ropa untada de algún dulce — por mi casa están pasando carros viejos — comentó
en su colegio, según él iba un tipo joven manejando, muy joven para tener
corbata, explicó. Los turistas eran escasos en Silajo, pero así como las
brujas, no falta que aparezca alguno sin avisar. El portero del colegio le dijo
a Gunther, el único periodista que le interesó la historia, que por esos días a
la puerta del colegio llegaba una horda de niños gritones, con el morral que se
les salen por encima de la cabeza, y un ángel guardián detrás procurando que no
se pisen sus propios cordones desapuntados, lo normal, pero que llegaban muchos
niños y entraban muy pocos. A la salida, se repetía la función en reversa, y el
centenar de pequeños se perdía tras la esquina donde a él ya no tenía porqué
importarle su destino.
— Siga don Alfredo, siéntese, ¿una ginebra? — le
acomodó una silla para que así fuera — Apenas es martes Diego — — ¿cuándo ha sido un problema? —
Por la puerta pasó un
apareja sonriente, ella, más joven que él, arreglada de afán, pero bella al fin
y al cabo. Se sentaron con hambre, por el viaje, y curiosearon la carta como
buenos primerizos. A todo respondían ¡Wunderschön!,
se miraban complicidad entre risas cortas.
Los otros clientes usuales
de El Enclave se acomodaron en sus
puestos, Alfredo se quedó observando la pareja; los había visto en algún lado.
Llamó a Federico, que atendía tras la barra — son turistas — le explicó
con calma — No son turistas Fede — reclamó — bueno, podrán serlo, pero no es la
primera vez que vienen aquí. — Federico volvió tras la barra, les sirvió a
la pareja la cerveza que habían pedido, les conversó un poco y al rato, con un ademán
cordial, se alejó de la pareja — papá, son turistas y es la primera vez que
llegan hasta acá. —
Se perdió en las telarañas del techo, se tocó las rodillas que le
estorbaban desde hace unos días. Gruñía como de costumbre y miraba el reloj.
Alfredo se apretó el gorro de maquinista, abandonó media ginebra y dejó
propina por decencia; usualmente Federico la apilaba en un jarro aparte y se la
reembolsaba en la caja que guardaba tras el cajón de las medias, Alfredo lo
sospechaba pero nunca lo confirmó, sabía que el dinero no venía directamente de
los árboles, al menos sí de plantas de algodón, pero tampoco existía por
generación espontánea. Hincó su sombrero ante los visitantes, la vez pasada
venían con otra pareja, pensó, nadie llega hasta aquí dos veces. Al fin y al
cabo, el cabo, era el fin del mundo.
En la puerta se acomodó el abrigo, y encontró junto a su bicicleta el
Ford fiesta en el que habían llegado los turistas en su primera visita, otra
pareja sonriente estaba acomodando unas maletas en el baúl, le sonrieron, saludó con calma, desencadenó su bicicleta y
echó a andar, turistas, pensó, turistas.
Él no era un tipo de
mar, estaba lejos de serlo. Odiaba el sol que puya y la arena metida entre las
uñas de los pies; peor aún, carraspeaba los dientes de solo pensar en la arena que
es gruesa y no se pega, esa que solo se dedica a molestar las plantas de los
pies. Cayó al agua cuando tenía doce años, el final fallido de un reto impuesto
por sus primos sobre quién duraba más tiempo parado en el borde de una lancha.
Se ahogó por dentro, lo sacaron porque todos estaban viendo, fue rápido, no
corría peligro, pero tragó agua suficiente para estar vomitando tres días
pedacitos de mar, para él fue fulminante.
Al agua de mar, la
sal es lo que la hace repulsiva, sería su último recurso de escape, de vida, de
profesión; pero estaba anclado en Silajo, con costa de punta a punta. Andaba en bicicleta, desde hace un tiempo, en
realidad paseaba la bicicleta como si fuera un perro, su casa quedaba sobre un
morro y le fatigaba la subida. Entre tardes, Federico, luego de dejar el turno
del bar, lo encontraba paseando la
bicicleta y lo acercaba hasta su casa, amarraba la máquina al techo del carro;
lo había hecho tantas veces que la pintura del techo mostraba la posición en
que debía acomodarla.
Pasó por la tienda, media cuadra ante de su casa. Una panadearía
pequeña, que se revolvía entre el olor de pan fresco y el de la orilla del mar.
Lo atendía un tipo con mala leche que
quizás profesaba únicamente el amor por el pan. El lío era que el tipo era un
acumulador compulsivo y muchas veces si querías comparar un pan que él
consideraba ser perfecto, o en su delirio aseguraba que tenía un valor
sentimental, no lo vendía. Alfredo hoy estaba de suerte, los panes que escogió
no eran allegados al corazón del dueño de la tienda y pudo llevar todos los que
eligió — es que son como mis hijos — le dijo mirando los estantes — que tenga
un buen día.
Descargó los panes sobre el mesón de la cocina, abrió la ventana del
cuarto y acomodó la cortina. Desde que Esperanza murió no cambiaba nada por la
casa. Desde eso ya habían pasado veinte años. Las cortinas raídas se acomodaban
como de costumbre, los manteles seguían siendo los mismos. — En esas cosas sólo
se fijan las mujeres — cortaba cada vez que Federico le sugería algún cambio —
pero no viene mal papá — le respondía — sigue siendo tu casa. — Federico le
cambiaba de vez en cuando las cosas, ni las cortinas ni los manteles, claro,
hacía trueques pequeños que seguro su papá ignoraba. Ya llevaba poco más de
cinco meses haciendo mercado por él y cambiándole el cepillo de dientes cada
tanto. Alfredo seguía como si nada, presentía que las cosas no encajaban dentro
de la casa; pero él también estaba al tanto que su memoria no estaba en su
mejor momento.
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