12.7.13

Delay de viernes


La bombilla de la entrada se había fundido otra vez, pensé en cambiarla después de la reunión. Acomodé los cojines de la sala y revisé que la cafetera estuviera prendida. Timbraron. El primero en llegar fue N., un tipo de brazos gruesos y barba tupida, que a pesar de su corta estatura parecía que caminaba a zancadas. Lo saludé afectuosamente con apretón de manos prolongado, al soltar preguntó por Julieta —Está con Cristina entregando el apartamento de un cliente— le dije sonriendo. 

K., con su cara larga y manos huesudas llegó a diez minutos más tarde. K. es el tipo que nos convoca. Él se percató de los viajes y nos encontró, nunca ha querido decir cómo, pero nos encontró. K. era el único que podía controlar sus viajes, para el resto era cosa de epifanía, de darnos cuenta cuando ya era muy tarde. Nos reunimos en la sala de mi casa y nos contamos los viajes de cada uno. Esta vez decidimos iniciar sin F., que igual nunca llegaba a tiempo.

—¿Noticias?— quise empezar.

—Esta semana tuve dos viajes— susurró N. sin cambiar de expresión —uno cada tanto me lo aguanto, pero dos me alborotan la paranoia.

Debí mirar a K. con asombro porque intervino de inmediato —fresco hermano— dijo queriendo calmarlo —que aquí el loco soy yo.

Serví el café mientras N. narraba los dos episodios, siempre se daba cuenta en la mañana, saliendo de su casa; N. memorizaba cada detalle con precisión sobrehumana, qué tenia puesto, los pasos desde la puerta de la casa hasta la  parada del bus, si había saludado a la señora del 302 en la salida o si el viejo en sudadera estaba paseando su perro más temprano que de costumbre. El lunes se dio cuenta porque la ruta AQ8 pasó sobre un charco y lavó a una niña que debía ir camino al colegio.  —Déjà vu— dijo N. —quise que fuera un déjà vu, pero el resto del día, ya saben, fue igual.

Del viaje del miércoles se dio cuenta porque había gastado el último huevo en su nevera el día anterior y esa mañana lo esperaba el mismo huevo solitario cuando abrió la puerta en busca de desayuno.

—Quiero que los viajes sean útiles, si no, es pasar más días en la oficina y reescribir correos que ya envié— dijo con su quejadera acostumbrada.

–Con el tiempo— confirmó K. presidiendo la sesión de grupo.

Las llaves de Julieta hicieron el estruendo cotidiano mientras abría la puerta, venía un poco ebria, estaban celebrando, de suerte era viernes, me clavó un beso entre una carcajada y le presentó los muchachos a Cristina —¿tenemos vino?— preguntó —dos botellas, creo— respondí señalando el estante. Me dio otro beso y susurró que habían cerrado un nuevo negocio. Le pidió a Cristina que le sirviera una copa mientras iba y dejaba sus cosas en el cuarto. Cristina estaba radiante, tenía cara de haber pescado a su primer cliente. Cuando Julieta volvió, las dos se quedaron en la barra de la cocina, entregándose al vino, la noche iba a ser corta para todo lo que querían celebrar.

Me reintegré a la reunión y los afronté —yo… yo…– dije con dificultad —yo no viajo desde hace tres meses.

K. me miró desde el sillón buscando una pista de mentira, fingió preocupación y puso su mano huesuda sobre mi hombro. Antes de que desempolvara una de sus frases de cajón llamaron a la puerta.

Julieta saludó a F. con euforia, se veía cansado, arrastraba los pies y temblaba de los nervios, le sonrió a Cristina con nerviosismo y siguió hasta la sala para reunirse con nosotros. N. y yo estábamos sentados en el sofá blanco de tres puestos que da la espalda hacia la cocina y mira hacia e el balcón. K. estaba sentado a mi derecha en el sillón verde. F. se sentó en la silla a la izquierda de N., para quedar de frente a K. Le clavó la mirada con asco y se quedó ahí, mudo.

—Les estaba contando que hace mucho no viajo— continué para que F. supiera en qué iba la sesión. No quiso mirarme, tampoco parpadeaba. Final mente respondió —sí— lo dijo muy lento y sin quitarle la mirada a K.— y en un rato K. dirá que es porque usted está echando raíces en este tiempo, que no tiene nada en contra de Julieta, pero que ella lo está anclando. Julieta y Cristina que seguían en la cocina dejaron de hablar, todos quedamos en silencio.

—¡Ay cállese, imbécil!— escupió K. y remató con una carcajada. 

F. siguió mirando a K. con odio, no subió la voz, masticó cada palabra.

—Este idiota nos controla y se cree Dios – replicó F. amenazante.

N. me miró, el silencio llenaba toda la sala. El ruido de la calle inundó el apartamento, arrastrándose de a poco desde el balcón; éramos seis personas en el mismo espacio, nadie se movía, escasamente respirábamos.

Con tranquilidad, F. desenfundó el arma que escondía en la chaqueta y le apuntó a K. directo a la frente —deje la pistola sobre la mesa— ordenó con tono autoritario —esta vez el muerto va a ser otro. 

—La policía no va a ayudar.— dijo F. leyéndome la mente, lo dijo en un tono más alto para que  Julieta alcanzara a oír la amenaza desde la cocina —y quietos, que igual esto acaba rápido.

K. alargó la boca con desprecio y para asombro de todos de su espalda sacó un revolver corto y lo dejó sobre la mesa —¿feliz?— preguntó —díganos que no vuelve y listo— enfatizó K. manoteando —esta vez no voy a hacer nada— concluyó sereno, se echó sobre el sillón y sonrió. 

Los demás seguíamos quietos, nadie pronunciaba una palabra.

K. se reincorporó y se inclinó apoyando los codos sobre las rodillas y con la risa burlona que lo caracterizaba, apoyó la frente sobre el cañón —¿Sabe qué?— dijo mirando a F. a los ojos —hágale… pero primero cuénteles cómo se llama la periodista que quiere publicarle la historia.

Por instinto salté hacia atrás, por encima del espaldar del sofá blanco y a gatas intenté ir a la cocina para proteger a Julieta. Ella estaba con Cristina acurrucada detrás de la barra, estiró la mano y cuando nuestros ojos se conectaron oímos los tres disparos, y los gritos de Cristina, y el sonido que hizo K. mientras se ahogaba.

–¿Estás bien mi amor?

–Sí.—

–¿Cristina?—

–Sí.—

La investigación de la policía no llevó a ningún lado, encontraron dos muertos en la sala porque yo llamé a que vinieran por ellos. Según N., K. sacó otra arma que guardaba en el tobillo y le disparó a F. en el pie. De ahí cada uno disparó una vez más. 

Al principio no nos creyeron, pero la única conexión que tenían los dos muertos con nosotros eran las reuniones de cada tanto… oficialmente, nada más que eso, no sabíamos ni siquiera sus nombres reales. 

De N. no volví a saber nunca, pero seguro regresó a su rutina de papeleos y correos repetidos.

Yo ya no viajo, ya no quiero, amanezco junto a Julieta y respiro tranquilo. Ese sábado desperté en sábado y es lo único que me importa.

2.7.13

No sabemos quienes son (Al sur de Finisterre - Capítulo I) [Borrador]

Para llegar al final hay que empezar en algún momento.

Suelta las cartas, tu turno, un dos negro, un as, no sirve, pero no importa, falta una jota bajo el mantel. No se han dado cuenta. Le toca a Alfredo, saca el comodín que le queda y listo. Gustavo se enfurece, hace mucho no gana un peso en las tardes que se reúnen a jugar viuda. “El club de los viudos” se dicen en chiste, al único que no le hace gracia es a Francisco, el cual no es viudo, aún. — Tienen suerte, aunque apostamos suave — le dicen a Alfredo, que guarda la última carta antes del conteo — suerte, sí  — oculta la sonrisa y juega. Le encanta hacer trampa, ya con la edad hay cosas que es mejor no disimular. Entre las tardes de póker de cada martes y las visitas a su hijo se pasaba la vida entera; aunque El Enclave también era parte de su vida, era su único bar y su segundo hogar.


Federico era el que atendía en la barra, remplazó a Alfredo una vez se hizo tan viejo que no podía leer las etiquetas de las botellas. — Deberías dejar de tomar papá, — le repetía tras cada vaso, pero igual le servía. El Enclave, quizás el único bar descentre de Silajo, un pueblo pequeño, veinte kilómetros al sur de Finisterre, tenía un aire recóndito pero limpio — Aquí ya no llega nadie — refunfuñaba Alfredo — antes si acaso aparecían turistas.  — Mejor no perder la esperanza papá, siempre queda la esperanza. —


— No a todos nos dejan la esperanza.  —