15.3.09

Quizás Mañana

- Vamos ya – dijo casi con desprecio – de nada sirve que sigas escondido. – Giré para ignorarlo, pero se acercó decidido arrastrando los 2 morrales que con esfuerzo bajó por las escaleras hasta aquí - ¿Quién dijo que me estoy escondiendo? – le pregunté. En el fondo sonaba una versión audible de Las Cuarenta de Grela y Gorrindo. Llevaba poco mas de 4 meses viviendo bajo la estación de radio de Javier, nunca tomé la decisión de vivir bajo tierra, las revueltas me convencieron. – Es peligroso que sigas aquí – dijo tembloroso, esfumada la firmeza del minuto precedente – peligroso para mí. – concluyó. Javier siempre fue un cobarde, desde el día que rompimos el vidrio del carro de la señora Gutiérrez, cuando apenas raspábamos los 5 años, estampó la cobardía en su frente cuando su escondite fue descubierto y me vendió por ahorrarse una palmada.

Me dijo, como para convencerme, que yo estaba desconectado del mundo, que ya era hora que al menos mirara por la ventana.


Algo andaba mal, nunca lo vi tan asustado, yo tenía un acceso ilegal a internet (un lujo estos días) , un televisor de antena (aunque sólo entraban los cananles intitucionales) y una emisora clandestina, con la que me comunicaba con otros personajes y sus vidas lejos de todo esto, ¿Qué mundo tenía que ver?, desde aquí podía acceder a todo; el mundo, repetía Javier. Tienes que ver por la ventana así ya no se vean los atardeceres, dijo con la mirada en blanco. – Que cursi estás – le reclamé en burla, chistó con ira y me haló del cuello de la camisa.


– Vives engañado – me reprochó- y crees que eso es vivir.


Con un grito y sin hallarme asesté un puño en su quijada. No se defendió, esquivó los golpes que pudo y se tragó los ruidos de dolor, trató de alejarme, pero no se defendió, algo ocultaba. Con sangre en la boca en una pausa de mi trance, balbuceó que me calmara, y con esfuerzo logró conjugar mi sentencia – Están arriba – dijo tosiendo – saben que estás aquí.-

Era imposible, desaparecí sin acudir a nadie más que a Javier.

– Interceptaron la radio, controlan las imágenes que ves en el computador… - explicó –
-Yo estoy viendo el mundo – me defendí obstinado-
-El que quieren que veas, en parte para que no salgas de ahí, en parte para que vayas a buscarlo mientras te esperan vigilantes en la puerta entre ceniza y lo que queda de esta ciudad en blanco y negro. Llevas hablando
por radio con ellos varias semanas, ya no queda ningun otro de los tuyos.

Mi mente está en blanco - ¿Qué hacemos? - Le pregunto, sin convicción, al cobarde más grande que he conocido – Vivir. – me dice entregándome uno de los morrales pesados – Vivir…

5.3.09

En el número 8.

-No todos saben lo que son.

El numero 8 de la línea naranja, luego de media hora de recorrido, me deja a tres cuadras de la oficina. En una ciudad en que el esmog es omnipresente, como Dios, porque el casco urbano cuenta con una iglesia cada cuatro esquinas y hollín en cada partícula de aire restante, hay extraños que suben a los buses, que muchos parecen humanos, pero para quienes prestan atención, no lo son del todo.

Hace dos martes subí al número 8 como de costumbre. Al poco rato una señora con aire rancio, de nariz garruda y pelo enmarañado, pagó y se sentó en el puesto contiguo al mío Al ver las uñas a medio pintar, las manos huesudas y la ojeras de oso panda, decidí dejar una distancia mayor a la usual, como esa que por salud debería existir entre el parecido de las muñecas y los bebés reales. Para mí era una bruja, de eso no había duda, sólo que quizás era ella la que no lo sabía.



Imaginé a su bisabuela perseguida hace más de un siglo, condenada al exilio para evitar la hoguera. Vi el aquelarre, el correo, evité la imagen del caldero, aunque si la de los libros centenarios y descuadernados.

Chequeé su presencia, pero se había cambado de puesto para mirar por la ventana justo frente a la mía. Pensé en su abuela, con un local cuya concentración de polvo en el ambiente era casi letal, detallé como manipulaba las cartas, el té, las profecías.

El bus frenó en seco. Desde atrás, un joven de camisa gris, con un insulto elaborado maldijo al chofer. Yo, como acostumbro, viré para notar al gritón, pero encontré además que ahora la bruja estaba sentada juntos al fabricante de obscenidades.

Cerca de mi destino traté de darle sentido a la historia de la bruja; una joven que huye embarazada, que trata de forjar una vida lejos de la magia, negando a ultranza todo vínculo con su pasado de hechicería. Sólo que su hija, hermosa como tantos bebés, no pudo huir a su lastre genético y, por más que vistiera y se comportara como mandan todas las –turas, parecería una hechicera así montara en el número 8 para ir al trabajo.

Timbré indicando mi parada y la bruja, ahora sentada junto a la puerta, se aferró a mi brazo , ¡cuidado!, dijo despacio con la mirada perdida hacia el frente, cuidado con los rectángulos sin base. Quedé horrorizado y confundido el resto del día. Tal vez invoqué la tragedia, o le di mucha importancia y me creí ese susurro fue profético. Esa tarde, me grapé, por erro o por justicia, dos veces los dedos manipulando unas fotocopias, todo por no atinar a tiempo qué quería decir la bruja con “rectángulos sin base”